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Entrevista: “Creo que abrí espacios a escritores que otros no veían”

“El tejido de la crítica”, de Javier Edwards, es una mirada profunda y sincera al oficio que por más de treinta años ha ejercido el autor. “No jugué al pulgar que consagra o demuele”, precisa el autor (por Mario Rodríguez Órdenes)

Javier Edwards Renard ha ejercido como columnista de crítica literaria y de opinión en temas culturales y sociales por más de treinta años.

Certera, la escritora Diamela Eltit, Premio Nacional de Literatura 2018, al referirse a “El Tejido de la crítica (Ediciones UAH, 2025) de Javier Edwards ha señalado:

“Asistimos a un libro iluminador que consigue poner de relieve una mirada que siempre fue atenta y más aún, certera, en torno a autoras y autores tanto ya consolidados como también emergentes a partir de los 90…El libro teje un trabajo crítico indispensable que nos  permite seguir pensando la literatura como una de las producciones culturales más elocuentes para comprender los signos que atraviesan los tiempos”.

Javier Edwards Renard nació en Santiago el 24 de enero de 1962. Es abogado formado en la Universidad de Chile. Ha ejercido como columnista de crítica literaria y de opinión en temas culturales y sociales por más de treinta años, escribiendo en Chile y en el extranjero. En el año 2025 publica su primer libro “El ojo de Pascal”.

Javier, su pasión por la lectura es de larga data. Su padre es fundamental para afirmarla. ¿Cómo lo convirtió en lector?

Como hijo, viví en una casa donde siempre hubo libros y con un padre lector que -a mi hermana menor y a mí- nos contaba cuentos casi todas las noches antes de dormir. Los hermanos Grimm, Perrault, Hans-Christian Andersen, versiones adaptadas para niños de historias de Las Mil y una noches, de tragedias griegas como Edipo Rey, fueron parte de esa primera aproximación a la literatura en su formato original, el oral”. 

 

¿Qué libros había en la biblioteca de su padre?

Tenía una gran biblioteca, llena de autores clásicos, muchos autores europeos y, en especial, ingleses de su época o anteriores: G.B. Shaw, G.K. Chesterton, Evelyn Waugh, Oscar Wilde, Joyce, Virginia Woolf, H.H. Wells, Huxley, Orwell; sin faltar, por supuesto, desde Proust a Anatole France, Sartre y Camus, Beauvoir, Goethe, Zweig, Rilke. Recurro al recuerdo y veo las estanterías de libros con estos y muchos otros autores. Estaban ahí, al alcance de la mano, sin censura, como puertas a mundos que, cuando aprendí a leer, estaban disponibles para ser explorados”.

 

¿Cómo hizo la selección de sus lecturas y qué libros resultaron decisivos?

En la etapa de los relatos orales, antes de aprender a leer, las decisión era de mi padre. Tal como cuento en el prólogo de ‘El tejido de la crítica’ sus narraciones eran tan buenas que, por ejemplo, las imágenes que conservo de esas sesiones narrativas son más poderosas que las que adquirí con mi propias lecturas de los respectivos relatos: Edipo, El fantasma de Canterville o Cyrano de Bergerac. Después, en una biblioteca con una buena selección, todo fue resultando decisivo, en un proceso aleatorio de descubrimiento. Ya en el colegio, las lecturas comenzaron a depender de los desafíos de mis profesores de lo que hoy se llama lenguaje, y entraron en juego autores diversos, Hesse, Thomas Mann, Camus, hasta Kierkegaard y poetas claves como Hölderlin, Rilke, Neruda, Huidobro, la lista se extiende y se vuelve diversa”.

 

Entiendo que su primer acercamiento a la literatura fue auditivo, ¿cómo fue ese proceso?

“Como ya señalé, durante mi infancia, los relatos de mi padre. Era un ritual, en las semanas a las 8 de la noche, antes de dormir, antes de aprender a leer e incluso también un poco después. Sentado a los pies de mi cama, comenzaba a contar algún cuento y, de alguna manera, en algún momento, casi sin darme cuenta, oyendo con atención, se abría del portal de la imaginación y las palabras me transportaban a un lugar que ya no era mi pieza, ni mi cama, sino el espacio donde ocurría una aventura, algo maravilloso o inesperado comenzaba a ocurrir. El descubrir esa capacidad del lenguaje, hacía de mi padre una especie de mago y sus relatos, sus palabras, el acto mágico con el que me llevaba, como en la alfombra de Aladino por los lugares inesperados y encantadores”.

 

Javier, ¿qué resultó decisivo en sus años de formación para que se inclinara por la literatura?

“Narraciones y libros por todas partes; los nombres de escritores en la familia, Joaquín Edwards Bello, José Edwards, Jorge Edwards; la suerte de haber contado con dos profesores literarios: Carlos López (lenguaje) y Nella Bustamante (francés) y, como dice Werner Herzog, como un mandato: ‘Leer, leer, leer’ hicieron que -no obstante decidir estudiar derecho y convertirme en abogado- también eligiera que la literatura estaría presente el resto de mi vida y que no sólo para leer sino también para escribir: crítica literaria, primero y, finalmente, ficción”.

 

En su infancia vivió en el casco antiguo de Santiago. Fue vecino del expresidente Alessandri. ¿Cómo fue ese mundo?

“Así es, en la calle Phillips, a un costado de la Plaza de Armas. Jorge Alessandri era nuestro vecino, lo recuerdo a mis 6 años. Era alguien distante, serio, también de algún modo cercano, porque mi abuelo había sido amigo cercano de su padre, el también presidente de Chile, Arturo Alessandri Palma. Vivir en el centro era tener una vida muy urbana, especial, en un centro capitalino en el que pasaban muchas cosas, donde se mezclaba lo público, los negocios y lo residencial. El patio de juegos era la Plaza de Armas, la Catedral era un lugar de recogimiento misterioso, los veranos, antes de ir de vacaciones, la piscina del Hotel Carrera era nuestro lugar para escapar del calor santiaguino. La hora del te podía ser en el Café Paula o en el Crillón. Pasaban cosas importantes. El paso del presidente camino a la Moneda, la visita de la Reina Isabel de Inglaterra y verla llegar al Hotel Carrera, donde tuve la desilusión de verla llegar vestida como una señora elegante pero normal, no con corona y capa de armiño. Un centro lleno de pasajes comerciales, cines con matinés los domingos por la mañana en el cine Metro, el supercinerama en el Cine Santa Lucía, o el Cine España o Imperio que tenía unas luces de colores en los muros de los costados, donde aparecían estrellas y planetas antes de oscurecerse la sala para la proyección de la película. Ahí vi el estreno de La Guerra de los Mundos, basada en la novela de Wells y quedé aterrorizado por una posible invasión alienígena durante años”.

 

¿Cuándo comienza a armar su propia biblioteca?

“Ya en tercer año de enseñanza media comencé a comprar mis propios libros y en la universidad, como me puse a trabajar desde segundo año, ya contaba con un pequeño presupuesto que me permitía comprar mis libros. Las librerías Platero y Altamira eran mi parada ineludible antes de volver a mi casa, por las tardes. Comprar libros, descubrir autores y seguir leyendo se volvió un acto inevitable. Literatura, filosofía, sociología, teoría del lenguaje, todo se iba uniendo en un proceso de formación paralela a la que tenía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile”.

 

¿En qué momento se da cuenta de la fragilidad de la vida?

“Desde muy niño sentí que la vida era frágil, mi abuelo paterno había fallecido antes que yo pudiera conocerlo y mi abuela vive hasta casi los 100 años, por el lado de mi padre. Quedaba en evidencia que la vida podía ser una u otra cosa y que, del modo que fuese, incluía la muerte, la pérdida y el duelo. Eso se confirmó cuando a los 25 años mi madre se enfermó para fallecer tres meses después, sin remedio posible”.

 

¿Y cuándo descubrió que todos necesitamos del arte y literatura para articular una forma de felicidad?

“Cuando sientes esos temores de la niñez, cuando miras el mundo y sientes pena frente al dolor ajeno, también uno descubre que la felicidad no es alegría, no es un estado, sino una lectura de las cosas, las maneras en que armamos el puzle de las experiencias y asignamos a cada pieza un significado que le da un sentido total, más pleno a las partes. Esa conclusión, temprana, en mi adolescencia, viene, creo, de la literatura y mis lecturas”.

 

En la actualidad, ¿se sigue refugiando en la literatura para enfrentar las turbulencias de los tiempos que vivimos?

“Hoy veo a la literatura más que un refugio como un espacio en que se teje la trama de la vida y permite entenderla, en el espectro largo de la historia y en el coyuntural de los tiempos que a uno le toca vivir. Es una lupa para mirar, microscopio o telescopio. Es la casa del lenguaje y, tal como afirmó Heidegger en su Carta sobre el humanismo: ‘El lenguaje es la casa del Ser, en él habita su morada’. Sin literatura parecemos caracoles sin su concha protectora, sin casa”.

 

¿Por qué es inevitable que leer y escribir caminen juntos?

“Escribir (de modo oral, el habla, o como escritura) de verdad -lo que sea- requiere de lenguaje y sólo se adquiere el lenguaje a través de la lectura (oral o escrita). Son dos caras de una misma moneda. Leer es la cara y escribir el sello.  Uno y otro requieren del mejor lenguaje posible, sin palabras vamos a negro o somos miopes”.

 

¿Qué crítico chileno lo ha marcado?

“Alone, Mariano Aguirre, Valente”.

 

¿Qué le dio a su lenguaje y escritura su encuentro con la filosofía?

“Rigor, un aparato crítico, una epistemología, lenguaje, conceptos desde los cuales acercarme a lo literario, poder observarlo e intentar una interpretación, un análisis”.

 

¿En qué momento se convierte en crítico periodístico?

“El año 1986, después de una improvisada llamada al diario La Época, en la que pedí hablar con el director del suplemento literario Literatura y Libros, y pude hablar con Mariano Aguirre, como un desconocido, interesado en escribir sobre literatura. Aguirre me dio la oportunidad, fue una citas a ciegas que abrió un camino de casi 30 años a la fecha”.

 

Después de más de 30 años de ejercer la crítica, ¿cuál es su balance?

“Con la publicación de ‘El tejido de la crítica’, una antología de mis reseñas sobre autores chilenos, más una evaluación de los dicho desde el ahora, me han dejado una sensación tranquilizadora. Creo que abrí espacios a escritores que otros no veían, o no al menos con la misma intensidad, dije lo que pensaba con libertad y buena fe, no jugué al pulgar que consagra o demuele, y hoy más que nunca, sigo apegado al convencimiento que la crítica debe tener opinión clara y explorar los sentidos posibles de la obra leída”.

 

¿Qué libros han sido decisivos en su vida?

“Habiendo leído la cantidad de libros que he leído, es difícil -sin ser inexacto- mencionar textos en concreto. Es más acertado hablar de autores, lo que también es difícil. Pero no imagino ser quien soy sin haber pasado por H.C. Andersen, Oscar Wilde, G.K. Chesterton, J.R.R. Tolkien, Lewis Carroll, Borges, García Márquez, Neruda, Mistral, Rojas, Cortázar (el de los cuentos), Juan Rulfo, Carpentier, Vargas Llosa (hasta La guerra del fin del mundo), Kierkegaard, Heidegger, Gadamer, Thomas Mann, Joyce, James, Kerouac, Withman, Virginia Woolf, Sábato y una largo etcétera. ¿Es posible una lista así que no sea injusta e incompleta?”.

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