A estas alturas, del presente siglo y sin duda de este 2025, se ha hablado tanto de desinformación que cada vez que escuchamos o leemos nuevamente la palabra no nos produce nada. El concepto mismo ha perdido efecto sobre nosotros, tal como nos ocurre ante la reiteración de una escena de violencia, una grave noticia policial e incluso, el discurso de alguna persona que aspira al cargo de poder más alto del país. Es tanto lo que escuchamos que dejamos de oír. Estamos saturados de la prédica sobre el bien y el mal, sobre la verdad y la mentira, sobre los polos y las diferencias, que ya nos da igual. ¿Estamos en un problema? La respuesta es un rotundo sí.
La desinformación, con toda su manipulación y agenda propia, aprovecha nuestra sordera y ceguera selectiva para bombardearnos con contenidos que curiosamente no nos cansan tanto como las “malas noticias” que nos negamos a leer, escuchar y ver. El Digital News Report 2025 confirma el alejamiento de las personas del consumo de noticias que se viene dando desde hace más de diez años en medios tradicionales como los diarios, radios y la televisión; ahora las noticias se buscan principalmente en los medios digitales y el problema es que no siempre eso es en sitios especializados, mucho menos en sitios periodísticos.
Los datos de este estudio global revelan que el consumo de medios digitales se distribuye así: Facebook (36%) y YouTube (30%), Instagram (19%), WhatsApp (19%), TikTok (16%) y X (12%). Son cifras aterradoras para quienes creemos en el valor del periodismo y defendemos su papel en la existencia y estabilidad de la democracia, pues ninguna de estas redes fue creada con objetivos informativos ni ha girado en esa dirección, al contrario, se trata de espacios propicios para una brutal difusión de contenidos manipulados, engañosos o derechamente falsos que pueden tener efectos en la política y la sociedad, así como en nuestras casas y núcleos más íntimos. Las graves consecuencias de la desinformación son para todos, los que no saben de medios, los que saben, los mayores, los menores,los que piensan menos y los que piensan más. La mentira hoy no discrimina y nosotros caemos ante ella con facilidad y sin pudor, e incluso, nos hacemos cómplices de ella al compartir sus creaciones con un click sin siquiera dudar, y aunque lo hagamos, el daño ya está hecho. Se trata, pues, de un daño compartido.
En Chile, las cifras de desconfianza ante los poderes del Estado (todos) son altas. La mayoría de los chilenos, según los resultados de la Encuesta Bicentenario UC 2024 y la más reciente Encuesta CEP 2025, revelan que los chilenos creen muy poco en el gobierno y en los partidos políticos, en el Congreso y en la labor de la justicia. Sin embargo – y esto no se ha medido – sí creen sin cuestionamientos en los contenidos que llegan a sus celulares por algún familiar o amigo, aunque se trate de mensajes sin origen conocido; tanto creen que los comparten y comentan, amplificando su efecto, permitiendo que queramos creer en conspiraciones ficticias, remedios infalibles, falsas terapias milagrosas, vidas que no existen, hitos de la historia que jamás ocurrieron.
A poco más de un mes de las elecciones presidenciales, es tan fundamental querer escuchar, leer y ver la realidad, recuperar el interés por la verdad con urgencia, por dura, compleja, opaca o injusta que sea. Esa verdad, que debería seguir pareciéndonos inmensa y necesaria, no está en las redes sociales, no está en la evasión o en nuestros “scroleos” para procrastinar o divertirnos; tampoco en los discursos políticos, que requieren de una verificación permanente. La verdad está en los medios informativos, la verdad está en el periodismo, sigue ahí, eso no ha cambiado. Sería bueno que dejásemos la ficción y volviéramos a buscarla.
Lyuba Yez
Presidenta
Consejo de Ética de los Medios de Comunicación