Algo así como ¿quién teme a la oscuridad? Pero en este caso ¿quién teme a la realidad?
Tan real como la vida misma y tan ilusorio a la vez. “¿Qué es la realidad y qué es la ilusión?” Se preguntan George (Richard Burton) y Martha (Elizabeth Taylor), el matrimonio en la película y en la vida real también en aquel año (1966) lo que suma una nueva clave a este juego de lo existente y lo ficticio. No es un juego apto para menores, o mentes denotadas, no cualquiera puede entrar en esta dinámica, no es fácil aceptar lo tan poco trascendente que tiene el lenguaje. No es fácil habitar el vértigo de la habitación desnuda de estructura; no es fácil vivir una ficción tan descabellada, y además permitirse disfrutar así una ficción que llena el espíritu, que ayuda a satisfacer los vacíos que la realidad deja.
No es fácil vivir más en el segundo Wittgenstein, que en el primero donde las cosas significan lo que son y la literalidad normativiza hasta las formas de vivir que nos tienen adecuados y acostumbrados. No es fácil romper con lo normativo. Sin embargo, el rizoma deleuziano, el flujo de la sangre, la continuación del sentido perdido permite ampliar la perspectiva al abordar más de una interpretación, más de una realidad. Por qué quedarse solo con una cuando la imaginación es tan poderosa y desterritorial. Este es el entendimiento de los locos, el lenguaje disparado hacia ninguna parte. Hay que entender a la persona que emite, no el mensaje. La actitud, no la palabra.
Pero luego está el otro factor que hace de esta película una noche escalofriante: el alcohol. Tan actual en este film que por mucho que esté en Youtube (subtitulada) en blanco y negro pareciera ser una obra de hoy, de las relaciones inteligentes de hoy, porque no restemos mérito a esta pareja de profesores universitarios que aun estando tan embriagados no pierden la sutileza del pensamiento. Ese siempre es el mejor borracho, el que no se vuelve irracional, sino que inflama el corazón de vértigo y adrenalina sin perder el juicio. El alcohol libera y anima las noches avanzadas donde beben los dementes, los desajustados, cualquiera sea su labor y posición social.
Solo los valientes entendidos de los juegos del lenguaje pueden habitar aquel vértigo macabro en el medio del abismo de la noche, del sábado, cuando solo tienen las luces encendidas una que otra cosa, evidencia del consumir delirante del desprendimiento de la norma, la dilación completa de la estructura, las catarsis obligadas de las almas osadas y sediciosas. Almas que se martillean uno contra el otro con afanes destructivos para vaciar en el otro todo el desprecio que la vida acumula. No es fácil ser un matrimonio, menos uno creativo, porque a veces la realidad es mucho más temible que la ficción.
A ver entonces ¿quién teme a Virginia Woolf? ¿quién no se atreve a cruzar la puerta hacia el patio oscuro donde se columpia la verdad? Quién no cruza hacia la corriente de la conciencia, hacia la apertura del flujo, quién teme a sacar el tapón de la piscina. La puerta está allí, visible para decir lo indecible, como también para volvernos lúdicos y construir realidades astrales, mágicas o divinas. Soltar la relevancia de la palabra, levitar el verbo, abrirá el jardín de las maravillas, pero ojo, cuidado, el lenguaje también construye realidades, lo que lo hace un juego vertiginoso, solo jugable en la oscuridad de la noche sobre de todo de los fines de semana, mientras los santos duermen como si fuera un día más de la semana.
Solo podemos agregar que su vida antes era más hermosa, o mejor dicho llevable, cuando aún la ilusión no era desvelada, cuando el juego divertido aún no devenía en grave. Fue bonito “cuando el sol (se) derramó sobre nosotros” como dice Miguel Bosé, fue lindo ver cómo la juventud invadió de ternura la tes que el tiempo recubrió de cáscaras. George y Martha, no los olvido, son el compacto alegórico de la relevancia sintética de la pareja que se rectifica a la luz de los hijos, la trascendencia necesaria que amerita un tercero para compaginar la espuma de la vida cotidiana. Una buena película es como un libro.
Para finalizar, solo el amanecer con su templanza puede traer la calma de una noche irremediable. Me imagino la continuación del final con Martha apoyada en George —partidor y asesino— sintiendo el vaivén de la respiración apacible tras el caudal de los versos, percibiendo “el aullido del mar en su pecho callado” como dice José Luis Perales, con los restos de bourbon repartidos en diferentes vasos por toda la casa que ahora aloja dos heridas irreversibles, una para cada uno, ¿no es acaso esa la piedra angular de las parejas? El empate, el afán por devolver cada amenaza, la pulsión incorregible de la competencia.
Franco Caballero Vásquez