Subo absorto por el paisaje desnudo del valle del Elqui. Las montañas en sus variados colores, se imponen como macizos firmes en altura. La quietud del lugar lleva al reposo. El silencio se impone. Y la mirada se extiende hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados. Las cadenas de cerros se pierden. El aire puro me hace sentir con mayor conciencia el ritmo respiratorio. Y las calles por donde transito, se me abren en rincones que coquetean. Por ahí descubro casas y corredores. Más allá, la iglesia vetusta que congrega niños junto a la plaza del pueblo. Hay rostros morenos quemados por el sol nortino. Sus ojos penetrantes parecen guardar el secreto de aquello que indago. Subo unas escalinatas polvorientas. El viento hace de pronto una loca y sorpresiva irrupción. Pero luego, todo en calma, retorna a su silencio. Entonces, me saluda un lugareño de Montegrande. Su cordialidad es sobria, cristalina. Pocas palabras me indican el rumbo. Lo que busco es el orgullo de cada habitante: “Ahí está la escuelita de Gabriela…”
Parece increíble. Es necesario acercarse poco a poco. Porque lo grande siempre surge de lo pequeño… La riqueza del espíritu, brota de la pobreza más pura y noble. Entro, entonces, a la modesta escuela rural, donde Lucila Godoy vivió con su madre y hermana. Esta última inició en la enseñanza a quien después seguiría sus huellas como maestra. Como maestra rural…y del mundo entero…
Estar en la menuda aula escolar de Montegrande me recoge. Los bancos de madera, la simpleza de las formas… ¿Cómo no sentir en esa soledad las voces de los niños y niñas, de las rondas y cantos que se engendraran en el corazón de Gabriela? El patio de la casa deja mirar los caprichosos cortes del cajón andino y me revelan la inspiración que la tierra diera a nuestra poetiza.
Camino de nuevo buscando. Me dicen que está enterrada más allá, arriba, como tocando las estrellas, abierta al cielo. Vale la pena recorrer paso a paso. Hay una curva en el sendero. En cada movimiento encuentro una perspectiva nueva. Estoy ante el hechizo de un espacio que me cubre. Todo parece susurrar: los pocos árboles que relucen en su verdor; las laderas rojas, plomas, metálicas; el río a lo lejos, serpenteando; la brisa y su silbido que se pierde. Si, todo me parece susurrar que ahí, muy cerca, descansan lo restos de quien con su pluma mostró al mundo el encanto de la creación y la belleza de los oficios humanos: Gabriela Mistral.
He llegado. La sencillez es lo más propio. No hay monumento espectacular en su tumba. Es una piedra grabada, flores y arbustos. Nada más. Y allí, una oración me brota como gratitud. Y como entrega. Porque Gabriela, creo, es todavía un tesoro escondido. Una riqueza para la formación de las generaciones futuras. Sobre todo, por el desarraigo que vivimos, es bueno tenerla presente ante los desafíos de la globalización.
Pero no solo hay que conocer su obra poética. Es necesario prestar atención a sus escritos en revistas y diarios con prosa cargada de pensamiento, extremadamente atenta al acontecer mundial y en particular, con reflexiones lúcidas sobre América Latina. Esto último que digo, puede verse en la estupenda selección de textos sobre la poetiza que compilaran Pedro Pablo Zegers y Bernardita Domange, en el libro “Pensando en América”, con188 páginas, de Editorial de la Universidad de Talca, 2013, y que he vuelto a releer.
Además, Gabriela jamás ignoró los problemas agudos de nuestra patria: las cuestiones rurales y las de la ciudad, con sus penurias, marginalidades y explotaciones; los de la educación, proponiendo con su valiosísimo magisterio un perfil sobre el educador y la importancia para el país de profesores con vocación; en la realidad de la mujer, se anticipó a luchas que la dignifican; en lo político, se atrevió a pensar caminos en democracia y justicia para Chile. En fin, Gabriela religiosa, cautivada en el espíritu de Francisco de Asís y cantando a las criaturas. Por eso, también, reconociendo el testimonio y vida del P. Hurtado, supo adivinar la repercusión de su santidad en nuestro pueblo, llorando su muerte y expresando con finas palabras el misterio del sacerdote.
Es que en Gabriela permanece aún el espíritu humano vuelto hacia lo alto, hacia las significaciones más profundas de todo lo que nos maravilla. En un breve escrito sobre “El sentido religioso de la vida” nos permite advertir esa dimensión trascedente: “Quiero repetir –nos dice la premio Nobel– la definición que di sobre la religiosidad. Dije que era «el recuerdo constante de la presencia del alma». Entre los artistas son religiosos los que, fuera de la capacidad para crear, tienen al mirar el mundo exterior la intuición del misterio, y saben que la rosa es algo más que una rosa y la montaña algo más que una montaña; ven el sentido místico de la belleza y hallan en las suavidades de las hierbas y de las nubes del verano la insinuación de una mayor suavidad, que está en las yemas de Dios” (Gabriela Mistral, 1992, Prosa, 291).
Hay que despertarse y volverse hacia sí para ver la belleza… Esa belleza extraordinariamente maravillosa, es la capacidad que tiene el alma –según expresión de la Mistral- de intuir el misterio. En efecto, hay un sentido místico de la belleza donde todo lo visible es imagen de una realidad mayor: son las yemas de Dios…
Concluyo mi recuerdo del viaje que hiciera hace más de 35 años a la tierra de Gabriela Mistral. Esta memoria es un homenaje, aquí en Talca, a los 80 años su nacimiento y de recibir, Gabriela, el Premio Nobel de Literatura. La escritora que en 1945, fuera la primera de América Latina en recibir el galardón y, desde luego, la primera en Chile.
Horacio Hernández Anguita
Fundación Roberto Hernández Cornejo