De acuerdo a una encuesta que concluimos hace poco, en Talca, el 62% de los hogares tiene al menos un animal de compañía y en el 70% de los casos, se los considera como un miembro. Para muchos son su única compañía.
La mayoría de los chilenos y chilenas tenemos a flor de piel el amor hacia los animales, perros de la calle incluidos. Muchos hemos tenido algún vínculo o cercanía con uno. No quiero eludir el problema que constituyen, sobre todo si andan en grupo, pero es indiscutible que existe en nosotros una sensibilidad por ellos, por su sufrimiento y el abandono en que viven.
Hace un tiempo recogimos a una perrita callejera, la nombramos Cherry. Es vieja y tiene sus mañas. Le gusta salir a dar paseos por el barrio y de vez en cuando se lanza sobre algún ciclista. Una vez, uno de ellos, un vecino, nos amenazó con poner una denuncia. Nosotros entendimos su molestia y le pusimos más restricciones. Con el tiempo, la perra entendió que no estaba bien acosar al señor, y él se dio cuenta de nuestros esfuerzos. Finalmente hicimos buenas migas.
Hace unos días, en la comuna de San Pedro de la Paz, ocurrió algo terrible con otro perro. Un carabinero, que, de acuerdo a algunos testigos, se sintió amenazado, mató a uno con su arma de servicio. Se ha criticado fuertemente al carabinero en cuestión y yo comparto la crítica, como no hacerlo.
Sin embargo, otro aspecto del caso llama mi atención: para algunas personas la muerte de un perro callejero parece provocar más disgusto sobre el abuso policial, que la posibilidad de que algo así le ocurra a un ser humano.
Más allá del legítimo amor hacia los animales, me pregunto ¿Es posible que hayamos llegado a un punto donde es más fácil sentir empatía por un miembro de otra especie que por uno de la propia?
Francisco Letelier Troncoso
Sociología-CEUT UCM
