Dicen que el Presidente electo anda buscando casa. Una casa apropiada para sus altas funciones y que, a la vez, no le signifique demasiadas críticas. Un Mandatario requiere una vivienda suficientemente amplia para sostener veladas, cenas y reuniones con los numerosos y conspicuos de siempre, más los nuevos que se agreguen. También, la casa en que viva el Presidente ha de ofrecer condiciones de privacidad y seguridad que contribuyan al desempeño de sus funciones y no lo entorpezcan o dificulten.
Pero, por otra parte, el discurso crítico a los privilegios de las elites, la cercanía del pueblo que, dice, pretende tener durante su mandato y la identificación con los sectores populares que su sector político proyectó para ganar las elecciones, le obliga a evitar vivir en alguna de las comunas del “barrio alto”. Sería impresentable que, tras todos sus discursos y declaraciones, se fuera a vivir a La Dehesa, Lo Barnechea, Las Condes o ghettos semejantes. Por todo esto, la búsqueda de una casa para Boric ha sido difícil. Pero, sus asesores pronto la hallarán. Estoy seguro.
De lo que no estoy tan seguro es del éxito de la otra búsqueda.
Siempre me gustó, lo reconocí públicamente, la metáfora con que la ex Presidenta Bachelet definió la necesidad de una nueva Constitución. La casa de todos. Persisto en reconocerlo. La Carta Fundamental, de acuerdo con lo dicho por la Mandataria, ha de ser suficientemente comprensiva, tolerante y genérica, para que “todas y todos” como se dice ahora, nos reconozcamos en ella. Para que en la Constitución se vean reflejadas las diversas posturas, criterios, valores y principios que conforman el espectro social que se llama Chile. Contravendría este propósito un documento sectario, unidimensional, que pretendiera poner en la Carta Magna sólo aquello que interpreta el parecer de un único sector ciudadano. Que fuera fanáticamente excluyente y pretendiera que aquello es la única verdad posible.
Y eso, me temo, pareciera estar ocurriendo con lo que, hasta hoy, observamos del trabajo de la Convención.
El frenesí con que, ahora, trabajan las diversas comisiones de la Convención les ha llevado a aprobar, preliminarmente, tal cantidad de normas que contravienen el anhelo integrador que pretendió la ex Presidenta, que hace temer que el documento final no sea esa “casa de todos”. Y, más aún, la cantidad de propuestas que están pendientes, dan susto.
¿Nacionalizar los yacimientos de la gran minería del cobre, del litio y del oro? ¿Anular todos los derechos de agua que el Estado ha concedido a particulares en los últimos 40 años? ¿Rechazar la protección constitucional al emprendimiento económico? ¿Rehusar la consagración de la libertad económica y libre competencia como derechos protegidos? ¿Promover la creación de una suerte de consejo encargado de vigilar (¿censurar?) todos los medios de comunicación? ¿Anular todas las concesiones mineras, de áridos, de aguas, forestales o de generación eléctrica conferidas por el Estado, que recaigan en territorios indígenas?
Y una de las más preocupantes: “Los pueblos y naciones preexistentes tienen el derecho de propiedad y de posesión sobre las tierras y el territorio que actual o tradicionalmente han ocupado”. ¿Qué implicancias tendría la aprobación de una normativa como la señalada? Los propietarios forestales de la precordillera maulina ¿seguirán siendo dueños de sus predios, si se ubican en tierras que, hacia 1550, eran territorio pehuenche? El Lector, si vive en Vilches, ¿mantendrá la propiedad de su casa si esas tierras eran habitadas por indígenas en el siglo XVI?
Una Constitución no sólo reglamenta la convivencia y otorga certeza jurídica a la sociedad. También es el documento que le permite proyectarse en el tiempo, concede, reconoce y protege derechos a sus integrantes, brindando el ambiente adecuado para que los ciudadanos construyan su vida, su casa, en libertad y tranquilidad. El Lector, yo, el Presidente, todas y todos.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho