Disculpas a mi señora por parafrasear el título de “nuestra canción”, pero creo que es adecuado pensar en cómo utilizará el tiempo que le queda este gobierno.
Seguramente el Lector tiene muy marcado en su calendario que, mañana lunes, se cumplirán dos años desde aquella fecha en que asumió el poder Gabriel Boric, convirtiéndose en el Mandatario más joven que ha gobernado nuestro país. Y, como todos quienes han llegado a ese edificio “en que tanto se sufre”, aquel día viernes 11 de marzo de 2022 Boric se presentaba al país henchido de iniciativas, de proyectos, de planes y de promesas. El discurso que pronunció desde el balcón de La Moneda fue un verdadero catálogo de buenas intenciones. Es comprensible que así fuera. La generación que le dio el triunfo electoral y que lo instaló allí, no escondía su intención de “cambiarlo todo”. El pasado era detestable y ominoso. En cambio, el futuro que construirían sería venturoso y feliz. La fuerza de la juventud todo lo puede, parecían decir y cantar.
Y, aquí estamos. Dos años después, ¿qué dirá la señora esa que, emocionada, decía que “Boric va a cambiarlo todo”?
Ocurre que, lo único malo que tienen las promesas, es que son verificables. Y, cuando alguien señala un rumbo, promete hacer y no hace, promete respetar y no respeta, promete arreglar y no arregla, la gente comienza a descreer en él. El camino a la ilusión es fácil, liviano y sembrado de ofertas. El camino inverso, el que lleva a la decepción y al desencanto, por el contrario, está plagado de promesas marchitas y palabras vacías. Hoy vivimos el mejor ejemplo de este lamentable derrotero. Propongo al Lector que, como un útil ejercicio de desaliento y desengaño, lea el discurso que el flamante Presidente, con tantas ganas y emoción, pronunció en la tarde de aquel viernes, hace dos años.
Partió agradeciendo a Irina (que ya no está con él) por su apoyo incondicional. Luego, enunció un largo listado de categorías de personas (ancianos, mujeres, niños, pobladores, indígenas, etc.) y sus padecimientos. La idea, se desprende del discurso, es que todo sufrimiento sería aliviado. Habló de la educación pública y cómo sería fortalecida hasta niveles insospechados. Habló de los campamentos que serían dignamente erradicados; de los pobres de Lota, que no seguirían siéndolo; de los niños de Puchuncaví que ya no continuarían rodeados de contaminación; que los vecinos de Antofagasta, de Maipú y de Hualpén, que sentirían tranquilidad al volver de sus trabajos. Boric compartió, en ese trascendental momento, su sueño: que, al término de su mandato, los chilenos sintamos que hay un país que nos protege, que nos cuida y garantiza nuestros derechos. Tristemente habría que señalar que, hasta el momento, la tranquilidad, la protección y la seguridad ciudadana no han llegado a esos lugares. Ni a muchos otros.
En ese discurso el recién asumido Mandatario señaló, también, su deseo de que las pequeñas y medianas empresas volvieran a crecer, generando más empleos. Y que fueran mucho más dignos (que vender en la calle, por ejemplo). Prometió mayor seguridad en los barrios, reformar las policías, combatir las organizaciones criminales y, especialmente el narcotráfico. También prometió retomar el control de las fronteras, asegurando a la gente de Colchane, Iquique, Antofagasta, San Pedro y Arica que no les dejaría solos. Todo eso, y más, prometió.
Lo que cumplió de inmediato, hay que reconocerlo, fue el retiro de las querellas por infracción a la Ley de Seguridad Interior del Estado, interpuestas contra los protagonistas del “estallido social”. Y, más tarde, muchos de esos delincuentes integrantes de la “primera línea” de la revuelta, fueron indultados por él. Hoy sabemos que el Mandatario no sabía lo que no sabía.
Boric finalizó su intervención diciendo una gran verdad: “En 4 años más el pueblo de Chile nos juzgará por nuestras obras y no por nuestras palabras”. Hoy sólo le quedan 2.
Juan Carlos Pérez de La Maza