Esta es la continuación de una columna que solo se publicó digitalmente, en la que iniciaba mis reflexiones sobre la vejez; en ella concluía que el tema de la vejez no afecta a los jóvenes.
Los jóvenes, considerados en su conjunto, ven a las personas viejas como personajes secundarios; por otro lado, el anciano es convertido a cifras en los registros de la tercera edad, así lo constatamos en los debates sobre pensiones y la forma de cubrir las necesidades de las personas mayores.
Cuando se publicitan los planes de pensiones para el futuro, no se escenifica la vejez real, sino el sentimiento de incertidumbre que puedan sentir los jóvenes en los escasos momentos en los que vislumbran “la deprimente idea de que ellos alguna vez serán ancianos”.
Es decir, la ancianidad es medida, tasada y cuantificada, solo eso, por lo mismo los expertos sostienen que la vejez es “una mercancía que ya no está en función de su aportación al trabajo colectivo, sino a una relación de dependencia que es típica del clientelismo o la caridad, donde la moneda de cambio es el propio cuerpo del anciano”.
Quienes me lean coincidirán conmigo en que rara vez se nos pregunta ¿qué es eso de ser vieja o viejo?, y que, cuando alguno comienza a hablar de sí mismo, se le interrumpe con un argumento consolatorio dirigido a aminorar la angustia del lamento, diciéndole que hay otras personas que están en peor estado, animándole a vivir de una manera optimista.
Es legítimo reclamar de aquello; en especial cuando, expresando nuestras angustias, otras voces nos desautorizan tratando de convencernos que aquello es ficticio.
¿Dónde está el espacio en que se pueda hablar, sin ser interrumpido, de la propia vejez como algo que está siendo vivido ahora? ¿Quién se acercará a escuchar?
Simone de Beauvoir nos advierte que no hay dos ancianidades iguales, nos dice que “la de un campesino no tiene muchas cosas en común con la de una profesora universitaria europea que todavía ejerce en calidad de emérita”. Por su parte, Cicerón, pese a sus intenciones de moralidad universal no deja de reconocer que el bienestar material y el reconocimiento o poder social son condiciones necesarias para gozar de los supuestos placeres de la ancianidad. Y eso, es verdad.
Siendo niños escuchábamos que los ancianos eran maestros, ahora que voy camino a la ancianidad, me pregunto ¿lo somos en realidad?
Jean Amery, escritor austriaco, acude a una conferencia de Sartre, ya viejo éste, no la encuentra especialmente brillante pero el público aplaude con fuerza, y reflexiona: “no se le aclama por lo que enseña ahora, sino que por su obra del pasado, no la que se proyecta hacia el futuro”. Es triste porque se niega a la persona anciana, desconociendo su vejez y “asimilando su discurso a un sujeto que ya no es él”.
La imagen actual del poderoso no es el que pinta canas, arrugas y barriga; es el joven o el que aparenta serlo, salvo en ámbitos muy restringidos. Y esto obliga al rejuvenecimiento ficticio, a una exigencia de juventud, que debe exhibirse por medio del atractivo físico y del despliegue de energías reservadas a las jóvenes, para ser considerado productivo.
En las actividades laborales hay miedo a mostrar signos prematuros de envejecimiento, por lo que la persona se niega a sí misma, construyéndose una máscara, y vive en su vida social con el perpetuo desasosiego de perderla.
No es el único miedo que debe vencer el viejo. Vivimos con miedo a dejar de ser útil y a convertirnos en una carga. Muchos sienten que se enfrentan a un abandono.
En el mito de Narayama, “la persona anciana recibe una fuerte presión de todo el entorno para que asuma como natural su propia aniquilación”. Ran, otro mito nipón, acepta ser llevada a la cumbre de la montaña sagrada para perecer bajo la nevada, alejando a su hijo que vacila en dejarla sola.
He conversado con personas que temen ser cargas, no en lo económico, sino que en las relaciones emocionales que se establecen entre el viejo y su entorno, preocupándose de ejercer un chantaje sentimental.
Otro miedo es ver los signos de decadencia. Simone observa que van creciendo las ronchas pardas en sus manos y como Jean-Paul deja una mancha de pis al levantarse de la butaca.
La cuestión es enfrentar los primeros signos de la vejez sin que nos perturbe el espejo, una fotografía o un reflejo en una vidriera, sin que digamos, “ese no puedo ser yo”.
Soy yo, sigo siendo yo y debo quererme como soy.
….. Con tu encanto, con tu edad.
Rodrigo Biel Melgarejo
Abogado
Profesor Universidad de Talca