Algunos de los preclaros integrantes de la nueva camada de hombres de izquierda que asola nuestro país, han señalado en las sesiones de la Comisión de Medioambiente y Modelo económico de la Convención que discute el proyecto constitucional, que los problemas económicos y sociales de Chile derivan del crecimiento. Hasta ahí, casi todos podríamos coincidir. Si limitáramos el diagnóstico a ese encabezado, el disenso sería mínimo y el anhelado consenso habría llegado. Pero, lo dicho por algunos de los convencionistas miembros de la Comisión citada, es que el problema no es el bajo crecimiento económico sino al contrario. Es el excesivo crecimiento económico el que nos trae problemas sociales y medioambientales.
Lo dicho por los convencionistas Martín y Salinas, probablemente extraído de lo que han logrado entender de la teoría de Nicholas Georgescu-Roegen, el padre de la bioeconomía, o de Serge Latouche, un economista crítico del neoliberalismo y actual impulsor de estos planteamientos es, en síntesis, que debemos buscar la disminución controlada y progresiva de la producción, con el objetivo de equilibrar la relación entre los seres humanos y la naturaleza.
¡Qué fácil es dar un consejo así, desde la comodidad de un sueldo alto y un empleo seguro! ¡Qué cómodo resulta pontificar acerca del cuidado del medioambiente, cuando se goza de una situación económica confortable! Pero, qué difícil sería intentar explicar a quien no tiene empleo o apenas obtiene lo suficiente para comer, que hay que reducir la producción.
Las críticas a esta teoría, numerosas en el mundo académico y más aún en el mundo real y de a pie, señalan que, en un contexto de alto desempleo, pobreza y hambre, lo que las personas requieren del modelo económico y social es que satisfaga sus necesidades básicas. Y la única manera de hacerlo, hasta que se descubra otra, es fomentando la inversión, la producción, el empleo y la satisfacción dichas necesidades. El resto es parte de las utopías que, desde el mundo desarrollado, dejan caer cuan lecciones magistrales, hacia las vastas comarcas de la pobreza y el subdesarrollo. Y no faltan aquellos que las recogen y pretenden impulsarlas. Pero, decirle a un niñito africano, a un anciano bengalí o a una mujer haitiana que vamos a bajar la producción y cerrar empresas, no creo que les deje muy conformes. Especialmente con el alza de precios que una reducción global de la producción provocaría, o el desempleo que una medida así generaría en las economías de todo el mundo.
Supongamos que, en una decisión radical, un futuro gobierno recogiera la sugerencia y promoviera el decrecimiento económico: ¿sería obligatorio para todas las empresas? ¿En todas las áreas de la producción? O sea, menos producción agrícola, forestal, ganadera, pesquera, minera. ¿Algún Congreso aprobaría una decisión así o se impondría por decreto? ¿Y qué hacemos para financiar nuestras importaciones si, dada la reducción, habría menor ingreso de divisas? La reducción, aparte de las actividades productivas, ¿también afectaría a los servicios? O sea, menos clases en el sistema educacional, menos atenciones de salud y menos transporte, comunicaciones y cobertura financiera. La explosión social que esas medidas provocarían sería de tal magnitud que, seguramente, esa política de decrecimiento económico sería más que efímera.
Hoy, cuando por fin la Convención se ha dedicado a su tarea redactora (casi, porque recién comienzan la etapa “discutidora”), resulta altamente conveniente rechazar la pretensión de hacer de nuestra futura Carta Fundamental un mosaico de ideas, más o menos acertadas, o un catálogo de teorías que alguien hojeó y le parecieron interesantes. Una Constitución no es un recetario estricto ni una pauta que consagra modelos rígidos a seguir. Cada vez que algo así se ha intentado, nuestra Historia lo muestra, sólo se ha logrado hacer de esa Carta un documento efímero y sectario. Por eso, la propuesta de incluir en el proyecto constitucional elementos de esta teoría del decrecimiento económico no debiera ser más oída que los consejos febriles de quien usa su IPhone para aconsejar austeridad a quienes no lo tienen.