De boca en boca corre el anuncio del hecho insólito, inusitado e inaudito, que las mujeres constatan al llegar al sepulcro vacío y que anuncian con valentía: ¡no hay que buscar entre los muertos “al que está vivo”! (Lc. 24, 5).
Ocurre el primer día de la semana, “al amanecer”.
Sabemos que “domingo”, viene del latín, dominus, señor. Por eso, en el “día del Señor” amanece e irrumpe una nueva realidad en la historia humana y cósmica. Principia una nueva era. El sol naciente, ahora no representa ya el mero ciclo estelar de la naturaleza. Cada amanecer simboliza y recuerda la luz sobrenatural que emana de Jesús Resucitado y que se acoge en la fe de los discípulos de todas las épocas. Esto es: la vida humana y el universo, reciben del “día del Señor” una irradiación de la que se nutrirán hasta el fin del mundo. Desde los comienzos del tiempo, el anhelo de luz se repetía como un eco en el pueblo elegido, resumido en la sentencia del salmista: “tu luz nos hace ver la luz” (Salmo 35, 10).
El Cristo glorioso, es causa e inicio de otra dimensión… Sale invicto de la tumba en cuerpo cuyas llagas transfiguradas y sanadoras son luz del mundo. Rompe ataduras. Cabeza del tiempo nuevo, Cristo vence las tinieblas de la muerte, del odio, del pecado y la culpa; él vence la obscuridad de miedos, injusticias y desprecio humano; él triunfa sobre la prepotencia y la conculcación de derechos y las ofensas a la dignidad de la vida del hombre sobre la tierra.
Jesús resucitado es por ello “la buena noticia”, la gran noticia, el evangelio de la vida y de la paz… San Pablo, lleno de entusiasmo y marcado por tal experiencia, dice a la incipiente comunidad cristiana que habita en Corinto: “Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres” (1Cor. 15, 19).
En efecto, la esperanza cristiana radica y se funda en la realidad. No es vana ilusión. Menos, opio que embota. La esperanza cristiana tampoco es fantasía que huye del compromiso por el tiempo presente. La esperanza de la que habla el apóstol, “más allá de esta vida”, hunde sus raíces en el Resucitado… que está presente entre nosotros.
En efecto, “más allá de la vida”, significa, que el más allá de Cristo Victorioso y viviente -humanidad divinizada y transfigurada-, viene a romper los límites del horizonte temporal e histórico. Por consiguiente, la existencia humana cobra sentido ante el desánimo, el escepticismo o el absurdo. ¡Vale la pena la lucha por construir, sin desmayo, un mundo de comunión! ¡Vale la pena, más allá de las barreras ideológicas, étnicas, de sexo, intereses egoístas o poder, arriesgar y forjar la concordia y la paz, la justicia y la solidaridad entre los hombres y los pueblos!
¡Es la gloria del mismo Cristo resucitado!
Horacio Hernández Anguita