Los problemas que aquejan a nuestro país en la actualidad no derivan de estar experimentando una crisis, por profunda que esta pudiera ser. Ocurre que, como en una tormenta perfecta, Chile está viviendo varias crisis simultáneas. Y es esa concurrencia crítica la que ha mantenido a la sociedad chilena en inquietud, tribulaciones y angustias por demasiado tiempo.
Es que, a saber, las crisis que estamos padeciendo son cuatro. En un orden más bien lógico que cronológico, estas son: la sanitaria, la económica, la política y la institucional. Demás está acotar que cada una de estas crisis se imbrica y superpone con la otra. Cada una, además, potencia a las otras en una dinámica que amenaza no acabar pronto, desesperándonos.
La primera y más obvia de todas es la crisis sanitaria. La pandemia ha trastocado por completo nuestra sociedad. Los trabajos, las rutinas, los vínculos sociales, la economía y prácticamente cualquier elemento del entramado social se han visto trastornados. La normalidad, sea el anhelo de la antigua, sea la promesa de la “nueva normalidad”, no han llegado. Mientras, me temo, estamos normalizando lo que no es normal y adaptándonos a lo insólito. ¿Cuánto tiempo tardarán los niños volver a retomar las rutinas escolares? ¿Cuánto tardaremos en dejar de mirar con recelo al que estornuda cerca nuestro? ¿En cuánto tiempo más podremos estrechar la mano y abrazar a un amigo? Porque ir a la escuela, estornudar o dar la mano era nuestra normalidad. Y la echamos en falta.
La segunda de estas crisis es la económica. En ella se mezcla, en partes desiguales, las secuelas del mal llamado “estallido social” y de la pandemia. El desempleo, la proliferación de la informalidad laboral, el descenso productivo y el alza desmedida de muchos precios, se han unido a la quiebra de frágiles emprendimientos y el retroceso socioeconómico de numerosas familias, las que han visto truncado su anhelado despegue de la pobreza. De todo esto, los retiros previsionales dejarán la peor de las secuelas, con varios millones de pensionados asistenciales a merced de lo que quieran darles aquellos que conduzcan el Estado en el futuro. El clientelismo asistencialista en gloria y majestad.
La tercera crisis, tan urgente como las anteriores, pero mucho más amenazante, es la política. El vehemente y sustancial cuestionamiento a las élites políticas, sean de la ideología que sea, unido al rechazo a los partidos, la desconfianza respecto de los políticos tradicionales y la decepción que han generado los nuevos, nos dejará a merced de aventureros. Esta crisis no sólo amenaza la política tradicional. Pone en peligro la seriedad de la conducción del Estado. Cuando la sociedad rechaza las estructuras dirigentes, viene el tiempo de los personalismos carentes de doctrina, los populismos aduladores de las masas y los encantadores(as) de serpientes, a quienes importa más el rating y los likes que los principios y las convicciones. Algo de esto ya estamos padeciendo.
Por último, la crisis institucional es la más profunda y trascendente. Que la sumatoria de confianza en los 3 Poderes del Estado no alcance el 30% es elocuente. Se percibe una demolición institucional programada que, partiendo por una Constitución con fecha de vencimiento, cuestiona los tribunales y la administración de justicia, el régimen representativo, y hasta la unidad e integridad territorial. Una sociedad puede sobreponerse a una pandemia al igual que, con esfuerzo, puede remontar una severa recesión económica. Con más ahínco, consenso y voluntad, puede vencer recelos y aprensiones y lograr la renovación (y mejoría) de sus élites políticas. Pero remediar todo eso requiere, al menos, de una solidez institucional que, si también se encuentra en crisis, hace presagiar tiempos de turbulencia, incertidumbre y aflicción desesperada