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CUENTACUENTOS por Juan Carlos Pérez de la Maza

Por razones de trabajo, en estos últimos tiempos he presenciado varios “Cuentacuentos”, esa interesante actividad escolar que busca estimular en niños pequeños la imaginación y el gusto por las historias, y, al final, aproximarlos a la lectura.  Son fabulosos.

Un “cuentacuentos” requiere de una audiencia infantil predispuesta a escuchar con oídos confiados. Las hazañas más increíbles, los logros más sorprendentes y las explicaciones más inverosímiles, son admitidos sin suspicacia ni prueba alguna. En los cuentacuentos todo se puede relatar, sin temor a que alguien levante su manita y exija antecedentes de respaldo, datos probatorios o evidencias verificables. Fuerza sobrehumana, viajes interplanetarios o seres portentosos, pueblan los cuentacuentos como si nada. La imaginación todo lo puede y la inocencia infantil todo lo acepta. Es lindo ver las caritas infantiles, asombradas con el relato, enojadas con los malvados y emocionadas con las proezas inalcanzables para cualquiera, excepto para el héroe, la princesa o el mago del cuento. Los cuentacuentos están llenos de magia, sueños y fantasías. Pero, lamentablemente, los cuentacuentos sólo son relatos infantiles. Su propósito es, nada más, estimular la imaginación de los niños.

Un “cuentacuentos” también requiere de un relator. Una persona con grandes cualidades histriónicas, con dotes de encantador, con dominio de variadas técnicas que le permitan cautivar y maravillar a su público. A un buen cuentacuentos dan ganas de aplaudirlo. No sólo al final del relato, que es esperable, sino mientras va desgranando, con audacia temeraria, su fascinante cuento. Debe hacer gala de un manejo prodigioso de su voz, de las pausas y los silencios, de sus gestos, de su atuendo. Contar un cuento no es fácil. He llegado a pensar que se requiere, incluso, creerse el propio cuento. Es que nadie convence mejor, que aquel que está convencido. Un cuentacuentos, además, percibe lo que su público quiere, aquello que esas criaturas inocentes que le escuchan, anhelan a gritos o en secreto. El éxito de un buen cuentacuentos es contentar a su público, darle lo que ansía. O prometer darlo. No olvidemos que, al finalizar, es menester pasar por un zapatito roto para, mañana, poder contar otro.

No sé bien por qué, pero este fin de semana he pensado mucho en esto del “Cuentacuentos”. Tal vez sea porque, como todos, anhelo momentos de expansión, de imaginación por los aires, de volver a la inocencia infantil, de “amar sin presentir”, como dice el tango. Estas son las razones del éxito de las utopías y los relatos fantásticos, tan de moda estos últimos años. Estas son, también, las razones de los triunfos políticos de aquellos que prometen, sin compromiso, que será mejor la vida que vendrá. Confiados en la candidez de una ciudadanía a la que infantilizan, la ilusionan con fuegos de artificio verbales, con maromas y piruetas dialécticas y, en especial, desviando el foco de atención de la audiencia hacia aquello que le interesa al relator, alejando al público de todo lo que le intranquiliza o mortifica. La idea es que la audiencia, los niños, pasen un rato agradable, sin tareas, sin exigencias y, sobre todo, escuchando a alguien que les describe un mundo feliz.

Pero los cuentacuentos tienen costo. Alguien debe financiar al relator, sus disfraces sorprendentes y artilugios prodigiosos. La realidad es que, tras el hermoso relato de unos cuantos minutos, alguien debe hacerse responsable del costo de la entrada, de la colación y demás gastos que se desprenden del tiempo del espectáculo.  Además, luego del relato, la vida vuelve a su impasible realidad.  Es que, debo decirlo, la vida no es como la describe un cuentacuentos. Ojalá fuera así de buena, bonita y barata. Pero no lo es. Ella requiere de esfuerzos, antes de la recompensa, pide denuedo y sacrificios si queremos traspasar con éxito sus metas, exige cumplimientos de deberes, antes de hacer valer derechos. La vida no es un cuento relatado por un encantador, un fin de semana cualquiera. Aunque sea en horario privilegiado.

Por eso, a menos que el Lector sea niño todavía, no crea en cuentos. Ni cuentas.

Juan Carlos Pérez de La Maza

Licenciado en Historia

Egresado de Derecho

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