O eso al menos era lo que mi Yiya me repetía cada vez que me veía caer en esos pequeños y ahora entrañables pecadillos en los que de niña caía.
Yo, egocéntrica como era y poco temerosa de Dios y sus alrededores, me negaba a la idea de que debiera renegar de mis acciones para ir al cielo.
O sea, si Dios es justo y bueno, si fuimos creados a su imagen y semejanza, por lo mismo debemos ser súper bacanes o ¿no? Y si es así ¿Por qué tengo que hacer méritos para ir al cielo?
¿Dónde queda el hijo pródigo, la oveja negra o María Magdalena? Todos, harto más pecadores que yo, dicho sea de paso.
No se confunda conmigo, no es que yo sea ferviente conocedora de la palabra ni nada por él estilo, pero ávida como era por la lectura desde que aprendí a juntar las letras, recuerdo haberme leído con cándida emoción, cuanta historia bíblica llegaba a mis manos, sobre todo aquellas de la Atalaya que tantos amables Testigos de Jehová insistían en llevar a casa.
A parte del hecho de que, dígame Usted, ¿Qué diablos puede interesarle a Dios que uno diga una mentirilla blanca, le saque un par de lucas a la mamá o invente que fue a estudiar con una amiga cuando en realidad estaba manoseándose con el Lucho?
¿A dónde voy con todo esto? Evidentemente a mi trabajo. El que amo y cuido, pero de un tiempo a esta parte; me duele.
Porque habrá de saber Usía que hoy, en mi trabajo, en un arranque de ira guardada desde hace rato; me enojé, levanté la voz, dije varios garabatos y lloré: en ese exacto orden, frente a los tres jefes que enarbolan su jerarquía por sobre mí, mi trabajo y mis pecados.
Por si fuera poco, ni me acordé de respetar esa cosa que se me olvida como se llama, que nunca respeto y que organiza el escalafón “jefístico” propiamente tal.
El siempre vilipendiado y nunca bien reconocido: “Conducto regular”
Bueno, ahí estaba yo frente al Jefe de Jefes indignada con mi indignación, súper fundamentada según yo y “enyegüecida” hasta decir basta. Diciéndole, con respeto (creo), pero con claro dolor, lo que me molesta, me pesa y me hace sufrir.
Estoico el Jefe, resistió mi embate, apenitas levantó el tono y con bastante elegancia me dejó hablando sola. Yo, con furia creciente, continué mi embate ahora contra el segundo de abordo, para decirle más o menos lo mismo, pero agregando algunos garabatos y muchas lágrimas.
Y como mi norma dice: “si vamos a hacer algo hagámoslo bien”, continué con mi jefe directo.
¿Día de furia? ¿Dolor contenido? ¿Necesaria catarsis? Ni idea, pero así como lo comido y lo bailado no me lo quita nadie, me niego a arrepentirme de mis dichos, a renegar de mi esencia sincera y mi naturaleza directa, así me pierda el reino de los cielos.
Jane Doe