¡Tranquilo, tranquila, tranquile!
No es lo que se imagina. Porque si bien escribo en él, valoro su apuesta regionalista y estimo con profunda pasión e ingenua ignorancia al editor a quien nunca he visto en persona que me abrió el espacio en el que escribo y el que ahora Usted lee, dudo que sea Hernán taaaaan abierto como para que hablemos de procesos digamos “auto amatorios”.
Así que relax que el título de mis reflexiones de domingo no va por el lado que sicalípticamente Usted piensa, va por una acción que suelo desarrollar desde que tengo uso de razón y que consiste en el insano acto de repetir, repensar y cuestionar lo que dije y como lo dije versus la forma en que debí decirlo, y que coincidentemente corresponde al título de una canción que por el bendito algoritmo de Spotify llegó esta semana a mis oídos.
Y una que suele buscar conexiones en lo que acontece suma canción, emoción y redacción y acá estamos…
Y la cuestión que me da vueltas en la cabeza esta semana es la sensación de que cual Camilo Sesto; “siempre me traiciona la razón y me domina el corazón” y termino diciendo lo que no quería decir, callando lo que quería y en fin; no estando a la altura de las circunstancias con el “hablamiento” en situaciones de crisis.
¿No entiende para dónde voy? No se preocupe, por estos días yo tampoco.
Pero hoy que mi actitud es de un delicioso “dolce far niente”, no laburante y medicado, tiendo a verme como una cosita minúscula en un mundo gigante y me entra firme la duda de si soy una pinche pieza de un gran engranaje que se organiza según un propósito mayor, un accidente en la matrix o no sé qué carajo.
Pero la vida que a veces parece una maraña es simple si uno se sienta en la vereda a mirarla. Y créame que la pastilla de la mañana y la de la noche que tomo hace 20 días para apoyar mi cordura, ayudan a desenredar cualquier enredo. O a hacer que no importe.
Porque si miro en retrospectiva, la mía ha dado vueltas inesperadas y creo que, en resumen, nada ha salido según mi plan original.
Partamos de la idea infantil en la que quise ser torero con traje de luces y calcetas rojas, con capa y espadín o por mi deseo adolescente de ser periodista borracho que leía y escribía, leía y escribía.
El primero no resultó. Soy niñita mujer, le tengo miedo hasta a las vacas y mi exquisito gusto al vestir hace improbable la chulería del traje ajustado y colorinche.
Periodista borracho tampoco fui. Me temo que en mis tiempos se estudiaba en Talquita lo que había en Talquita y periodismo no había, además del hecho cierto de que tampoco me gusta el trago.
La cosa es que no sé ni como, pero terminé siendo una exitosa trabajadora de la banca en traje dos piezas, lo que está (perdóneme todos aquellos a quienes ofendo para defender mi anonimato) lejos de ser un sueño cumplido.
En resumen, he llegado a la conclusión de que pareciera ser que la vida “nos vive” sin importar lo que sean nuestros deseos y nos lleva de tumbo en tumbo y de tambo en tambo haciendo con nosotros más o menos lo que le place.
Y aunque al menos yo, no tengo idea de para donde voy, si es que voy para alguna parte, puedo declarar que la vida me está tratando con harto cariño. Que quiere que le diga; he plantado árboles, tenido hijos, escrito columnas. Estamos según Martí.
Y tranqui, que no estoy anunciando mi fin, solo expongo respetuosamente que, si alguien pretende cobrarme la cuenta por lo que he hecho y lo que no, aquí estoy y aquí estaré, para ponerle el pecho a las balas.
Jane Doe