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«El cojo, el canillita, el zapatero remendón y la virutilla» por Jorge Valderrama

La memoria permite re-contarnos a nosotros mismos situaciones, escenarios y vivencias que desaparecieron hace décadas, haciendo asomar -entre otros recuerdos- algunos personajes que fueron parte del paisaje citadino de hace 50 ó 60 años atrás, y que dejaron una estela de añoranzas adheridas a sus engramas (Jorge Valderrama Gutiérrez)

Taller de un zapatero del siglo pasado, junto a su familia y escuálidos enseres. Memoria Chilena.

Cierto. La memoria permite re-contarnos a nosotros mismos situaciones y vivencias que desaparecieron; nuestra mente los exhibe; y nuestra conciencia los evalúa con sabiduría. Así, aferrados de su mano podemos subir al ático de los recuerdos para echar a rodar la bola del tiempo y, literalmente, viajar a otra época. A ésa en la cual experimentamos efímeros instantes que en su oportunidad parecieron graníticos. Y cual espectros extraviados, salen a galopar en la nostalgia vendedores de estampitas, huesos, botellas vacías, diarios, fierros viejos, y un sinfín de objetos irreconocibles para nuestra sociedad que privilegia un consumismo desechable. Por ello, tal cual se arroja una gota de agua al océano para impedir que se evapore, es probable que si los retenemos un poco más evitemos su volatización. Sustentado en esa premisa, en el presente artículo se mencionan diversos personajes -no mencionados anteriormente- que antaño trabajaron en los barrios de la ciudad.

EL SINGULAR COJO Y OTROS

Siempre estaban ahí. Ya fuese en ardientes o frías mañanas, desde el amanecer hasta el ocaso, cuando los vecinos se iban “guardando” en sus hogares. La vendedora de tortillas de rescoldo (hoy de churrascas); los repartidores de leche en tambor o en botellas de vidrio; los fotógrafos de plaza y parques, que con su vieja máquina de trípode y su cabeza metida dentro de un cajón cubierto con un paño negro, capturaban parejas de enamorados, amantes y niños; el pregón aromático del vendedor de frutas; el carretero, que repartía el pan de la panadería X en su carreta tirada por caballo, a los centros más alejados de la ciudad; al anónimo vendedor de “motemei, castañas y camotes”, que con sus pregones entibiaba las noches invernales; la picardía del afilador de cuchillos; la silueta encorvada del envarillador de paraguas con sus manos encallecidas de frío… y a muchos otros que ya han sido citados en esta Máquina del Tiempo.

Sin embargo, existieron otros que tenían un lugar fijo en la ciudad donde ofrecían sus servicios y/o productos. ¿Los recuerdan? Allí se podían encontrar siempre… al acomodador de cine, que con su vistoso uniforme  chequeaba el ticket de ingreso, y cuando la función había comenzado, guiaba a los espectadores a su correspondiente asiento ayudado por una linterna.

Ah…! Y El Cojo, como se llamaba entonces al que pasaba las películas en el cine, cuando los actuales artilugios digitales no existían y había que dominar la técnica de conectar convenientemente el rollo del film a una compleja maquinaria para que no se enredara. A ese desaparecido proyectista de cine se le llamaba El Cojo. Entonces era común el grito: “¡Ya po’ Cojo, saca la pata del enchufe!”, cuando se cortaba la película o se perdía el audio. Se comenta que esa tradición nació durante la década del treinta del siglo pasado, en el Cine Palermo, ubicado en Puente Alto, allende la capital, debido a que el proyectista de ese cine, de nombre Eugenio Alvarado Cruzat, cojeaba debido a un accidente que tuvo en la niñez. Por tanto no tuvo, como algunos creen, una pata de palo, como los piratas o filibusteros de los cuentos. Aparte de trabajar en cines de la capital, estuvo una temporada en el Teatro Palet de Talca. Como hacía mucho ruido en la sala al caminar, le gritaban “ya po’ Cojo”. De la misma manera, ¡se le echaba la culpa de cualquier “desastre” que ocurriese durante la proyección!

Así también, estaba el quiosquero. Al respecto, se debe precisar que en las décadas del 50 y 60 eran contados con los dedos de las manos los quioscos existentes en las ciudades, por ende sus dueños o locatarios conocían al “dedillo” los pormenores de algunos de sus habitantes, al igual que las comidillas de la vida citadina y cada rincón de la urbe, pudiendo orientar a cualquier visitante o extraviado tan bien o mejor que un policía.

Además, estaba el talabartero que esparcía sus trocitos de arte en monturas, huascas, cinchos, rebenques, cinturones, estribos, y en una diversidad de manufacturas en cuero o guarniciones para caballería. Su arte fue conocido también como guasquería o guarnicionería.

Y estacionado en alguna estratégica arteria se encontraba el manicero, ofreciendo maní, cabritas, chocolates, masticables, calugas y otros dulces, con su característico buquecito, su delantal blanco y gorra de almirante de símil color. ¡Ahí estaba!, para salirle al paso a sus clientes, generalmente escolares del sector.

Igualmente El canillita, que soportando tupida lluvia o un ardiente sol, semi-descalzo, iba por las calles voceando periódicos, fascículos y revistas. Con el paso del tiempo lo desplazarían personas adultas en bicicleta, con protecciones de plástico para capear temporales y sombreros para protegerse del astro rey.

También fueron parte de barrios y poblaciones el sastre, la modista, las “componedoras” de huesos, comadronas, lloronas o llorones, santiguadoras de casas y el humilde lustrabotas. Entonces existían negocios que cambiaban y vendían revistas y novelas, así como casas de compraventa de discos de vinilo, entre otros. Numerosos y misceláneos personajes.

ZAPATERO REMENDÓN

Ni la efigie del organillero (con su travieso mono vestido con un chaleco, en ocasiones reemplazado por algún loro desplumado), ni los coloniales chinchineros, dejaron una impronta tan románticamente nostálgica en mi alma como el maestro zapatero. Quizás porque tuve un tío zapatero remendón, que hace tiempo partió a la eternidad, uno que tuvo su taller en un desaparecido entorno en la popular comuna de Renca, allá en la capital.

En mi memoria tengo vívida su figura encorvada, su incesante martilleo de cueros, suelas y gomas, y la habilidad para sostener numerosas tachuelas entre sus labios… Observándolo a hurtadillas aún me parece verlo sentado en su vetusto piso de batro, lija que te lija, en aquel ambiente con olor a suela “nuevecita” y Neoprén. Recuerdo que se chantaba un pequeño delantal con pechera, hecho de cuero, raído y ennegrecido por el uso, y comenzaba su labor. Cuando alguna vecina/o le preguntaba para cuándo iban a estar remendados sus zapatos, casi sin titubear fijaba una fecha: mañana, pasado mañana, la semana próxima, o ¡sepa Dios! Siempre regateaba precios y buscaba economizar materiales. Al levantarse de su silla para lijar en la zumbadora máquina eléctrica que hacía poco había comprado, a escondidas podía ver su mesón lleno de herramientas de trabajo: martillos, leznas, tarros con tachuelas, hilo de pita (o invisible), sebo, cordones, trozos de suela, plantillas, moldes de madera, pasadores, estaquillas, cuero, clavos, cuchillos, lijas, pegamentos y una especie de yunque hecho de una vieja plancha de fierro que colocaba en sus muslos, para golpear el cuero o el calzado, dándoles consistencia. Con ellas las emprendía contra babuchas, zapatillas, chancletas, polainas, botas, bototos, mocasines de charol, chinelas, chapines, escarpines, zuecos y hasta alpargatas, con todo lo que caía en su “campo profesional”.

Allá está, siempre laborioso, en mangas de camisa, arreglando zapatos ajenos, coqueteándole a una fantasmal vecina, envolviendo en papel de diario un par para entregarlo, contornando una suela con su afilado cuchillo de punta aguda, mientras canturrea o silba una añosa melodía. Hasta altas horas de la noche la luz de su taller iluminaba toda la cuadra, en tanto su golpeteo arrullaba el sueño de los vecinos. El zapatero remendón perteneció a esa inmensa gama de personajes típicos que un día ornaron nuestra geografía urbana y que se los llevó el tiempo… o el “progreso”. No pudieron “competir” con el surgimiento de un arsenal tecnológico avasallador, menos con las grandes tiendas, los supermercados, los malls, las tarjetas de plástico, la globalización. Ese fue otro mundo.

EPÍLOGO

Para finalizar estas evocaciones, hay que concordar que si desaparecieron la virutilla, el secador de mimbre, las fruteras, las polainas, las radio casetes, la basta hacia afuera en los pantalones, y un sinfín de otros objetos, personajes y costumbres -como fumar en cualquier lugar-, se debió a que el tiempo todo lo cambia, hasta a la gente; que es implacable para destruir tradiciones, eliminar recuerdos, postergar sueños y desvanecer lo que denominamos “ayer”. Además, mencionar que en las Actas de fundación de diferentes villas y ciudades nacionales, aparecen entre sus primeros pobladores los zapateros, quienes seguramente debieron lidiar con los trajinados calzados de los conquistadores y de sus compañeras, muy diferentes a los actuales… obviamente. ¡Hermosos recuerdos! Pero más lindo fue haberlos vivido para poderlos contar… aun cuando quedaron enredados en un calendario de un tiempo imposible de revivir.

REVISTA DE OTRA DIMENSIÓN 

En dicha época se leía bastante, quizá más que ahora. En parte, porque la TV tenía un horario muy reducido o porque las personas se acercaban a los libros a través de revistas y comic book, enterándose de la vida de actrices y actores, cantantes y otras personalidades.

Hoy, celebridades como Malú Gatica, Silvia Piñero, Sonia y Myriam, Raquel Correa, Lucho Gatica, Pepe Lucena, Luis Dimas, Peter Rock, Gervasio, Ernesto Ruiz y cientos de NN, hace rato que emprendieron su último viaje. No obstante, no son pocos/as quienes aún recuerdan títulos de revistas como Vea, Eva, Mi Vida, Rosita, Telenovelas, El Musiquero, Rincón Juvenil, Ritmo, Ecrán, que los retrataban cotidianamente, y que por ende se consideraban tan, tan… ¡exquisitamente femeninas!, aunque fueran leídas también por hombres. Simples entretenciones gráficas que el tiempo, lenta e inexorablemente, cubrió con su poderoso manto de olvido.

 GALERÍA DE FOTOS

Antiguas máquinas proyectoras de películas. Colección El Vintage.
Acuarela sobre papel Taller del Zapatero Remendón. Autor: Carlos González da Silva (Colombia).
En la lámina se pueden apreciar algunas de las herramientas de trabajo del zapatero, sobre una vieja tabla de madera. Imagen de archivo.

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