Puede que Martínez nunca llegue a tiempo a ninguna parte. En el colegio rara vez se formaba en el patio antes de entrar a clases. Aparecía cuando comenzábamos a cantar la lista de asistencia, con suerte. Y lo arreglaba todo con un par de chistes que hasta el profesor celebraba.
Martínez tenía el don de la palabra. Ninguna discusion le quedaba chica, siempre encontraba el argumento exacto, la cita perfecta, el guiño que descolocaba al contrincante de turno.
Pololeó con las mejores minas de la media. La más bella, la más simpática, el amor platónico de la mitad del liceo. De Patricia, por ejemplo, la reina de las fiestas de fin de año, la única capaz de detener una pichanga en el recreo con solo un sorbo de jugo. Lo más cerca que estuve de Patricia fue cuando Martínez me pidió que le pasara un papelito que nunca supe lo que decía.
Martínez pasó a la categoría de mito en tercero medio cuando convenció a la directora de dejarlo pasar de curso. El día que nos contó su hazaña no escatimó en detalles, como la verruga de la ingenua Matilde, ni de cómo ella se reía cuando le decía que era su profesora favorita. Nos engatusó como un mago haciendo trucos frente a cabros chicos. Por más que intenté descubrir inconsistencias en su relato, no logré dar con alguna grieta.
Martínez llegaba atrasado a las pichangas y, sin embargo, siempre era titular y hacía los goles decisivos. No entregaba los trabajos de artes plásticas o los llevaba una semana después, pero aprobaba con lo justo.
¿Cómo lo hacía Martínez? ¿Sería solo su don de la palabra? ¿O tenía algún secreto que nunca revelaría?
Nunca tuve la certeza. Solo lo justificaba con la muletilla del don de la palabra. Un comodín que intentaba poner orden donde reinaba el caos del éxito instantáneo, ese que se consigue sin esfuerzo, como si se tratara de una regla escrita solo para el elegido.
Tal vez por esa misma incertidumbre no me sorprendí cuando me llegó un mensaje de Martínez pidiéndome que lo patrocinara en su candidatura a CORE. Me decía que necesitaba 950 patrocinios, que el trámite se hacía por Internet con clave única, que era confidencial y rápido, y que de ninguna manera quedaba afiliado a un partido.
Leí el mensaje tres veces buscando la trampa, intentando dilucidar mi eterna duda sobre el secreto de Martínez.
Pero no hubo caso. En menos de dos minutos hice el trámite y Martínez lo hizo de nuevo. Esta vez no llegará atrasado. Quizás en el límite de la inscripción de su candidatura. Pero ahí estará Martínez y su don de la palabra.