Voy a abrir la puerta y aparecerá ante mí de súbito. Voy a abrir los ojos y estará ante mí violento y desafiante. En cualquier pestañear aparecerá con su capa roja y seriedad abismal el Diablo, el miedo que tenía de infancia. Intrépido en la oscuridad dominaba lo posible en el embrujo de mi mente. Las respuestas adultas me hicieron notar que era parte de mi inquieta imaginación, pero no me bastaba. Un terapeuta me dijo que lo cotidianizara llamándole “Diablo” al amigo imaginario, idea que mi padre apoyaba. No me hacía sentido, lo encontraba cursi, hasta que un día volaron de mi razón las gaviotas afectivas y pensé: “Voy a abrir los ojos y así como se puede aparecer el Diablo también se me puede aparecer el Dios”. Tiene sentido me dije, y superé ese temor de infancia.
De ninguno de los dos tenía certeza, ambos representaban una sospecha, no una verdad. Spinoza veía dos fantasmas inciertos de la razón, dos afectos perturbadores del juicio: el miedo y la esperanza, tristeza y alegría inconstante de ideas futuras o pasadas de cuyos resultados dudamos (Ética;1677). Si la duda desaparece del miedo queda la desesperación, decía el holandés, si la duda desaparece de la esperanza queda la seguridad. No obstante, ambos, el miedo y la esperanza son afectos que nublan el criterio, por ello deberíamos depender cada vez menos de la esperanza y liberarnos absolutamente del miedo. La razón se presenta así, más allá del bien y el mal, más allá del ethos y el pathos, en el centro de la cruz. Lo crístico supera la dualidad, en este caso, entre el miedo y la esperanza, formando un equilibrio, que para Spinoza es la sabiduría. Jesucristo era el sabio.
Yo lo sé, la delincuencia ha crecido, ya no son los tiempos de antes, ahora no hay que confiarse de nadie, sin embargo, también hay que considerar la incipiente influencia del miedo que alerta la filosofía política, cuando distingue en el sistema del Estado moderno una hegemonía. Tony Negri, crítico de la democracia moderna, ve en el miedo una función política esencial, que se establece como genealogía del poder mediante la amenaza de una inseguridad permanente (Spinoza, ayer y hoy;2023). Al único que le conviene promover la afectividad del miedo es al Estado, que, visto de esta forma, se transforma en la Iglesia de la edad media, conduciendo un camino de abajo hacia arriba: desde las impotencias y ansiedades de la vida ciudadana al poder trascendente del Estado moderno. No es normal que los matinales comiencen sincronizadamente sus programas con la misma noticia policial, ya se ha venido diciendo. Los noticiarios sí que tienen una “homología filosófica”, la televisión y los medios masivos en general, ahora ya lo podemos sospechar mejor luego de que salieran a la luz dinámicas de confabulación tan aberrantes. Qué decir de las emisoras radiales que nos inundan de supersticiones sin responsabilidad alguna de entregarnos hechiceros en vez de magos (los primeros sin la ética de los segundos). Los ciudadanos somos víctimas, presos del sistema que amparamos, pero somos los únicos que podemos parir una nueva era más democrática. La democracia actual no nos libera, nos infla de miedos e incertidumbres.
La irónica canción bailable de «Noches en la ciudad» de Los Prisioneros cabe atingentemente a la espuma actual de los días, dando cuenta del deseo colectivo, pero fundado en el miedo, no en la sabiduría. “Hombres honrados y sin vicios, mujeres castas y piadosas. Orden y tranquilidad”. El “buen ciudadano” globalizado tiene miedo dice Negri. Es prudente aterrizar los conceptos de estas filosofías en la política continental para traducir Estado moderno por cierta ala de la política que le conviene infundir el miedo para obtener provecho propio, tal como en la edad media se infundía el apocalipsis y el infierno para perpetuar la única salvación posible de entonces.
El miedo nos esclaviza, ¿es esto normal? ¿Realmente como sociedad nos estamos otorgando herramientas de liberación? Si no es así, entonces no hay democracia.
Franco Caballero Vásquez