Me inquietaba encontrar una forma concreta, un ejercicio, que dinamizara el engranaje de la percepción de uno mismo. Es que no basta con saber el cuestionado diagnóstico, no basta con conocer el defecto tampoco, sino más bien de superar el complejo que te impide expandir el aura de tu persona. Es cierto, es parte del camino de la soldadura universal, una especie de crecimiento interno por hacer desde uno un mejor mundo, y la justificación por estas materias termina ahí. Ya se ha mencionado la percepción foucaltiana respecto a esto en cuanto la tecnología del yo signifique más bien un “ocuparse” de uno, más que un “conocerse”. En ese afán apareció el espejo, en el fruto que se da entre las hojas, el «inter folia fructus». Aunque en este caso, por mucho que parezca limón de un naranjo, reconozco el hallazgo como una serendipia literaria.
Lo primero que se requiere es un cuaderno, cómo no, por supuesto. Siempre un cuaderno libre y a disposición del que explora, del buscador del facto más que el placebo. En aquella empresa, en la de enfrentarse transparentemente para cambiar la percepción y preparar “una mirada fresca del significado de la realidad” en sí, que nos libere de la ausencia que genera “la terrible seriedad” de habitar la crítica, o la inconmensurable pesantez de quienes padecen la neurosis idiosincrática, allí surge dicho hallazgo. El enfrascamiento de la razón si bien entrega altura también puede saturar de zarzas el camino, por tanto, sucumbe ante los encantos del desenfoque. Pero, estos no son más que vicios del pensamiento o, mejor dicho, de la máquina del pensamiento. Son tiempos de conexión y distancia, y en la distancia se abren paso las nociones insulares que rodean de todos los otros el contorno de la persona. Son tiempos de meseta reflexiva y propensos de soledad, por lo que perderse en el espiral de uno mismo requiere tomarse con juicio, honestidad y criterio.
La caída del presupuesto religioso nos azotó contra la roca de la realidad desprendida de la incertidumbre del vacío constitucional del ser. En este escenario afloran los conocimientos que el gran discurso eclipsó, y que ahora, con la ciencia como recurso, se permite reconstruir la idea del sujeto, del mundo y de la verdad a través del despojo que pareciera decir “ya, ahora piensen ustedes”. Bueno, hagámoslo.
Así pues, “el espejo mágico” que menciona J. H. Brennan, a quién leí con mayor seriedad al referir a Eliphas Levi, se muestra como un ejercicio tan simple y a la vez tan criterioso para las ideas de auto-percepción, así como para el cultivo de la autoestima y construcción de la personalidad. Una hoja se divide en dos para anotar en una columna el “espejo negro” y en la otra “espejo blanco”; es parte de la dinámica del autor, quien invita a todos los días anotar en al menos una línea debajo de cada columna, una característica negativa y en la otra una positiva. Por ejemplo, “mezquindad, envidia, cobardía” por una parte, y “lealtad, coraje, inteligencia” en la otra, dice el ocultista irlandés. Este afirma que “el momento de prueba vendrá cuando se halle convencido de que ambas columnas están completas. Ese es el momento de comenzar a trabajar con los espejos”. Dicho trabajo de formación personal desarrolla la justicia que requieren nuestras contemplaciones acerca de nosotros como de cualquier otro objeto que presente alguna inclinación desbalanceada, por tanto, sirve también como productor de criterio a través de la síntesis tras el pro y contra.
Brennan cita este ejercicio que es de Franz Bardon —esoterista checo— como ejercicios para conducir nuevas habilidades mentales del ser que escapan de la significación de este ejercicio. La relevancia pues, crece cuando el aspecto de la dualidad nos sirve como presupuesto ante todo juicio negativo que surja, o todo escepticismo que emerja, para obtener la preciada sensatez en tiempos donde se amenaza la autoestima y los sobre estímulos invaden de todos los otros al yo interior.
El espejo lleva el título de mágico al instalar una conversión, al convertir una actividad en una noción. La balanza como acto, como verbo, además de generar equilibrio, produce discernimiento. Establece los criterios y combate las apariencias que algunas veces engañan. Convoca también alianzas y nuevas analogías como hallar la igualdad entre el otoño y la primavera o el amanecer con la tarde. En el caso del también llamado “espejo del alma” en el caso de Bardon, posibilita el valor personal, regula el clima autoestimal, y lubrica con sentido el carácter de la mente, independiente de las asperezas que haya oxidado el velo descorrido de Dios cuando este ya no fue suficiente.
Franco Caballero Vásquez