La fórmula “radical” de Trump se tornó exitosa y ahora imita la receta en la figura de Milei. Es el talón de Aquiles de la razón comercial: imitar y repetir, apreciable en la falta de creatividad en la administración de toda institución convertida hoy en empresa. La propaganda del argentino es la misma ideada por el estadounidense: No pertenezco a la clase política, pero mi economía es liberal y mi discurso es rupturista y diferente, pero ¿qué es lo que ocurre? Nada, nunca ocurre nada. Trump fue el modelo auténtico de la propaganda más barata: decir lo que la gente quiere escuchar. Así, la propaganda presidencial se convierte en un show mediático, favoreciendo el cuestionamiento al rol de presidente, que, a juicio personal, centraliza el poder de una democracia que comienza a mutar.
Si las elecciones no son más que la culminación de las promesas, el periodo propagandístico es la verdadera fiesta y esperanza de la gente, que motivadas por las pasiones encuentran certezas casi dogmáticas en sus candidatos. Los gobiernos son castillos de cristal que se derrumban; gobernar no es sinónimo de éxito, sino que de trabajo, bueno o malo; es una labor que se realiza. Los gobiernos “democráticos”, muy presidencialistas todavía, durante sus campañas osan prometer cambios que luego rebotan contra el verdadero poder político: las Constituciones. En verdad no es que osen hacerlo, sino que activan la debilidad afectiva por aquello que tiene la posibilidad de ser, tal como ocurre con la guerra contemporánea y la amenaza que instalan los grandes armamentos.
Lo cierto es que la figura presidencial comienza a desprestigiarse, su rol se torna ambicioso, centralista y poco a poco, irrelevante. Su propaganda contribuye a separar a la multitud, mediante ideologías y partidos políticos, a diferencia de las Constituciones que reúnen, convocan y promueven el encuentro de las diferencias.
Cuando un país sucumbe ante las crisis, aquellas que para todos son notorias e innegables, un presidente poco podrá hacer por resolver estas grietas. Será preciso progresar democráticamente mediante el poder constituyente, verdadero motor y raíz de las transformaciones sociales. Si nos ponemos en perspectiva histórica, Latinoamérica viene sabiendo de esto muy bien, llevando a la democracia a un nuevo escalón, y con ello, dejando un precedente para las democracias en el mundo ¿Cuál es el obsequio Latinoamericano? Los cambios constitucionales.
Una buena democracia es la que no se prefija: si no hay cambios, no hay democracia. Si la política no se permite mayores modificaciones entonces hace de su gente un grupo homogéneo de subjetividades capturadas por los mismos patrones de pensamiento y sentimiento -concepción de biopoder de Foucault. Estados Unidos es un ejemplo de ello: nunca en su historia ha cambiado su Constitución, la cual no tiene ninguna reforma (solo 27 enmiendas). Eso se llama Poder Constituido, prefijado, establecido, invariable y reproductor de una sola y única creencia, que en su caso es la nación de EEUU como sinónimo de libertad y verdad trascendente. Chile por su parte tiene 3 Constituciones, a mucha honra, ninguna hecha por la voluntad de los gobernados, pero al menos las ha cambiado cuando los tiempos también lo hacen. Perú tiene 12 constituciones, Brasil tiene 7, México 5, Colombia 2, Panamá tiene 4, Bolivia 19, Venezuela y Ecuador tienen 11, y curiosamente Argentina -al igual que EEUU- nunca ha cambiado su carta constitucional.
La propaganda, cada vez más cooptada por la persuasión emocional, levanta sueños, hits pegajosos como el “agárrense de las manos” de Piñera, o con sentido como “Los Salieris de Charly” de Boric, que en el caso de Milei pareciera ser el “Provócame” de Chayanne, entre otros. Luego agrégale sensuales promesas y ya vas armando la tendencia propagandística actual que siempre es una fiesta, pero nosotros esa película ya la vimos. La democracia avanza cuando los cambios verdaderos son constitucionales, el resto es espectáculo.
Franco Caballero Vásquez