Las palabras crean realidad, siempre lo dicen, y con ello les damos tanto peso que pecamos muchas veces pecamos de ingenuos al ceñirnos a lo estrictamente dicho, como gramera de los vocablos sin esgrimir el criterio que apunta a la actitud de lo que se dice o los motivos detrás de lo dicho que se esclarecen con las interpretaciones. Este es un ejemplo de que las palabras también se las lleva el viento, y sus adornos si bien nos sobreviven y nos ayudan a crecer, también nos esclavizan, e incluso a veces, hasta nos torturan:
El hombre que escribía en las ventanas.
Sé la historia de aquel hombre que estaba condenado a las palabras y que poco a poco fue perdiendo la cordura. Comenzó una mañana delirante cuando atrapado en un rosal buscando un verbo entre medio de las rosas que eran camelias, las que escondían libros gruesos y encuadernados en rojo, iba hallando la frase que buscaba. Iba y venía de entre las espinas para escribir esa frase que dibujaba con pintura blanca con un pincel grueso sobre el parabrisas del auto. Confundió la realidad con este sueño y despertó en medio de la noche, a las dos de la mañana todo picado por las pulgas de su gata que venía de las vísceras del mes de julio cuando el erotismo de los gatos anuncia la primavera. Cómo cada lunes se desvelaba y se le hizo habitual, al punto que ya no podía dormirse en aquellas noches de inicio de semana por temor a despertarse y así poco a poco comenzó a perder el juicio como lo perdieron en Macondo cuando vino el insomnio.
En el sueño la frase que escribió sobre su vehículo se le anunció en el lomo de estos libros colgantes, los que recogía verso por verso, lomo por lomo, de entre el rosal de camelias mientras los capullos se caían y estorbaban por entre las ramas —inter folia fructus—, tanto buscar la frase terminó extendiendo el borde de la mente cada vez más allá hasta que el regreso fue irreversible. “El Lenguaje es la locura” pensó, y el sentido de las palabras no puede conducir más que al desquicio. Así, apagando el farol de lo público, terminó por escribir en todas partes las frases que le dictaba el lago universal de la psiquis.
Empezó a escribir en las paredes con pincel de brocha gruesa las frases que fue encontrando de Rumi y de Dante, y así como fue iluminado ahora fue oscurecido por nuevos entendimientos, algo en él se activó esa noche en que las pulgas de la gata que se reposó en su cama destapada hicieron de su onírica las espinas que lo clavaron desde los pies hasta el cuello y desde esa noche jamás se recuperó. “Lástima que te tocó un marido escritor” le dijo a su mujer cuando notó que llevaba semanas en el computador. Esta es la historia de un hombre que sin querer comenzó a igualar la noche con el día cuando descubrió algo más que el verbo, descubrió la carne del pan de Cristo, el soma esotérico y emprendió la razón del «Yo soy» para convertirse en nadie y en todos.
De tantos vidrios escritos, de tantas paredes dibujadas comenzó a escribir luego en los espejos y ya no podía ver con claridad ni por las ventanas, ni por el auto, ni a sí mismo, y absorbido en la ceguera de las letras terminó por escribirse en las manos, en el pavimento de las calles, las panderetas y pronto encontró nuevos amigos que tampoco sobrevivieron al cultivo de la norma, pero no se sintió aliviado ni menos sorprendido pues sabía que no era su culpa, sino víctima de su gente, padecimiento del valle, caudal de escritores, partes todos del mismo espectáculo y vacilantes comunes del carnaval fluido de la comprensión posible de palabras que sin sentido se entienden o que se sustituyen sin problema de entendimientos. ¿No es eso acaso la poesía? Se preguntó nadando en el río. Se acordó de sus amigos que estaban reposando a orillas de la catedral una madrugada de domingo cuando la carabinera les preguntó dónde vivían, uno de ellos respondió “Él vive en los pétalos, yo vivo en los pistilos” y se los llevaron a los dos detenidos, pero ¿no es esa una forma también de llamarle a La Florida? Por favor no se ría, esta es la historia de un hombre que tenía amigos así, que perdieron todos la cordura a través de la analogía de las palabras, eran amigos y amigas, conocidos, desconocidos, adultos, abuelos, ancianos, niños, jóvenes, todos poetas, y luego descubrieron que no eran ellos sino el agua que bebían, como la fábula sufi, era la pólvora roja, y se sintieron mejor consigo mismos. Pero pronto descubrieron que aquello no les significaba mucho porque la procesión iba por dentro.
Así entonces el hombre se fue confundiendo entre camelias y rosas, entre sueño y realidades, desprendiéndose de la violencia de la norma, de la rudeza de la verdad, y alejado de la historia y los proyectos se encontró ante el vacío de la certeza, hasta que un día se vio escribiendo sobre la pantalla de la tele que se encendió de prisa y con el brillo del vídeo que lo distrajo ante la palabra escrita retornó del valle de la luna, desde donde mismo retornó el Quijote y recuperó la razón y sus nietos se sentaron junto a él al televisor para que se dejara contagiar por el cine y recuperara el magnolio del afecto que el conocimiento ya hace mucho le había arrebatado.
Franco Caballero Vásquez