Cuando el profesor, arteramente, preguntaba cuál fue el nombre del tercer Papa de la Iglesia Católica, cuantos ojos tiene una araña o cómo se llama a los habitantes de Cádiz, no faltaba el alumno ilustrado que lo sabía. Mi abuelita, que tenía en alta estima mi valer intelectual, decía que yo me las sabía todas, y la cruda verdad es que esa sapiencia me acarreaba dolorosas recompensas de mis compañeros en el siguiente recreo, antes del breve e intenso partido de “quemada” o el milimétrico juego de bolitas. De regreso a la sala de clases, muchas veces había que dibujar el mapa de Sudamérica, de memoria, ubicando las ciudades capitales y uno que otro río. O responder: ¿En qué Región está San Pedro de Atacama? ¿Qué es un endecasílabo? ¿Quién fue Margarita Debayle? ¿En qué consiste una secuencia Fibonacci?
¿Qué hacía la gente en la Sala de Espera del médico, antes del celular? ¿Cómo compartía la gente de aquellos años el aspecto del plato que acababan de servirle en un elegante restorán? ¿Cómo se llama el cantante de la canción que escuchaba en ese momento la gente de los años ’80? Toda esa gente en la Sala de espera conversaba entre sí, contándose sus dolencias o intercambiando nombres de medicamentos, antes de entrar al médico. Los comensales hacían gala de sus dotes verbales y sus capacidades narrativas cuando contaban qué tal estuvo la comida. O, cuando escuchaban la canción, recurrían a la ingente información que atesoraban en la memoria portátil de su cerebro, dónde, en algún rincón, estaba el nombre del cantor.
¿Cómo era el mundo escolar, antes de Google? El Lector debe recordarlo, al igual que yo, como una época en que había que guardar información. A veces útil. Otras veces accesoria. Pero, ahí estaba, al alcance de nuestra sinapsis. Más de alguna vez, esa información que creíamos inútil, nos sirvió. Para rellenar un crucigrama, por último. Ignoro qué es lo hoy que puebla la memoria infantil o adolescente (honestamente, prefiero ignorarlo). Pero, de seguro no es el nombre del tercer Papa ni la cantidad de ojos de la araña. ¿Se aprenden canciones los jóvenes de hoy? ¿O prefieren buscarlas en Spotify, sin esforzar peligrosamente su cerebro? El buscador en cuestión, una herramienta útil, sin duda alguna, ha provocado la magia del conocimiento inmediato y sin esfuerzo. Gratis. Y, como lo que se obtiene sin esfuerzo se valora mucho menos, la consecuencia es que la información no se valúa tanto como antes. Por eso, los que tenemos el mapa sudamericano en la memoria no nos exponemos al ridículo de preguntar, en Asunción, si podemos ir a la playa después de almuerzo.
¿Recuerda Ud. el ambiente, hace algunos años, del patio de un colegio en recreo? Un bullicio casi escandaloso, sudores infantiles que se percibían de lejos y energía derrochada por doquier. Los niños corrían, saltaban, se empujaban, gritaban e interactuaban desenfrenadamente. Como si no fuera a haber otro recreo en una hora más. ¿Ha visitado recientemente un patio escolar en el recreo? Hay más silencio y concentración que en una biblioteca. Cientos de rostros concentrados en las pantallas de sus respectivos teléfonos. Nadie grita, nadie corre, nadie salta. La única energía que se desborda es la del propio celular, que exhibe videos, pone música o muestra pequeños personajes saltando obstáculos o corriendo como antaño hacía la gente pre-digital. Los niños no conversan entre ellos. Chatean, tal vez. Aquel argumento que respaldaba la escuela como instancia de interacción social, como lugar en que los niños veían, conversaban, jugaban e interactuaban con otros, es cada vez menos válido. ¿Con cuántos prójimos conversó hoy, en vivo y en directo, el adolescente típico? ¿Con cuántos chateó este mismo día? ¿Cuántos contactos tiene en sus redes sociales? ¿A cuántos de ellos, alguna vez, le ha dado la mano?
Aprecio, más que muchos, la tecnología, que todavía no me supera. Pero, a la vez, sigo confiando más en mi propio almacén de información, que no requiere cargarlo cada tanto ni necesita un plan de datos para decirme que el tercer Papa fue Anacleto o que la mayoría de las arañas tienen 8 ojos. Y que, pese a la opinión de mi abuelita, nunca me las he sabido todas, pero me sé muchas. Y, para mi bien, ya no tengo compañeros “picados”, dispuestos a darme una recompensa de chirlitos por saber que a los habitantes de Cádiz les llaman gaditanos.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho