¿Te imaginas estar conversando con una persona con la que no tienes confianza, quizás en alguna cita, equivocarte al decir algún chiste en el que tu interlocutora no se ríe y ante eso salir corriendo? ¿Te imaginas actuar nerviosamente libre? impulsado por tu instinto animal, pero con la civilidad que te otorga tu mente moderna. Algo así como ir caminando por la Uno Sur, que alguien te toque el hombro para decirte algo y tú de susto le sueltas un ladrido impulsivo; o que cuando te acaricien los cabellos comiences a ronronear ligeramente al compás de un meloso vaivén. Son ideas, que inspiradas por la película “La espuma de los días” de Michel Gondry -basada en la novela homónima de Boris Vian- aluden a un futuro dirigido por el psiquismo que logra trascender las barreras de la física. No es que la clave esté en los instintos animales, aun cuando resulta atractivo pensar en la influencia de sus conductas, sino más bien en las posibilidades de la vida y la realidad desde el comportamiento extraño. Me maravilla una liberación como esa; sin embargo, el contraste con las formas de vivir actual es agrio.
La construcción de la normalidad me acongoja. Ya lo veo en la medicina psiquiátrica que busca establecerte mediante fármacos para alcanzar un modo funcional, a costa de apagar el alma. ¿No sería mejor ir a buscar las causas que te han llevado a tal estado? Lo digo pues el psicoanálisis no se ha establecido en Chile como terapia valorada, ha sido desplazado a lo “oculto” ante la hegemonía de lo clínico, lo que no es curioso en un país donde se instaló la racionalidad neoliberal y, por ende, hipermercantilista. Más remedios, menos comprensión de mi inconsciente, donde residen las represiones que sin darme cuenta se expresan de otras formas, denotando mucha metáfora por lo demás. La Psicología recibe críticas similares cuando busca establecer parámetros llamados estándares de personalidad que proponen un sentido común de ser (esta crítica pudo ser más dura antes de la pandemia al sospechar mayor integración de lo diverso en varios sentidos).
El consumo de las redes sociales es otro mecanismo normalizador el cual, muy concatenado con la moda, expresa deseos de pertenencia hacia los grupos de éxito que han sido validados por la cuestionable cuantificación de seguidores y de likes. Recupero nuevamente la noción del grupo curso, al ver a los populares que llevan una plácida vida siendo hermosos, adinerados y saludables, ahora proyectados como influyentes, quienes, modificando la tendencia valórica, además se tornan como superadores de vida tipo Tony Robbins. Justo cuando pensábamos que habíamos terminado el antagonismo entre populares y el resto del curso, continúa la brecha más allá de las aulas para recaer en lo global de los planos cibernéticos. Ser feo y pobre implica una inferioridad moral y personal que no se condice con la lógica instagramera. Los síntomas son evidentes: rechazo a la vejez, cirugías estéticas, valoración de la riqueza, consejos para vivir bien, son detalles que reflejan el consumo de la moda. Impensado no escuchar música en Spotify, tener un iphone, ir al bar comentado, ver las series en vitrina, y todo cuanto consumo de normalidad puedas aportar en este fenómeno. Ya notarás si eres de aquellos o no.
Si no lo eres, entonces eres un rockero, sustento evidente para decir que el rock no ha muerto. Es visible en la vida real, fuera del cánon de la normalidad que impera en la virtualidad. Salir a caminar por el barrio, el vecindario, las avenidas sirve para mirar la realidad de quienes nos rodean, apreciando las huellas de lobos esteparios, pequeños ermitaños del bosque, barbones de túnicas invisibles vestidos de civil; brujas silenciosas de información privilegiada, leonas canosas con la piel acumulada que levantan estructuras, expertas en infusión. Gente esforzada que “escapan de los ojos de la gente” (L. Gieco). El rock pervive también en los gestos: en las huertas, en los invernaderos que dan tomates dulces en invierno, en el activismo, en todo aquello donde se es parte de una minoría, y donde se pueda patalear por alguna batalla que se ha perdido. Ser el dragón subiendo en contra de la corriente de la cascada de noche, entonado en la melodía de las múltiples disidencias. Solo contra el mundo, como A. C. Sandino. Al menos para permitirte la rabia, desahogarse saludablemente, romper una silla como decía Jodorowsky. Padecer los caprichos de la vida duele: Ese es el argumento de la película de Gondry: aprender que la vida es dura. Esa gran desilusión, ese cáliz de la amargura, es una entrada a una nueva vida, que avanza con la herida a cuestas. Como cuando supiste que el viejito pascuero no existía: un largo sorbo de áspero y agrio licor entró poco a poco por tu garganta, solo saciable con frases como: “quiero ver el sol borrado del cielo” de los Rollings Stones en Paint it black, frase impopular, alejada de la alegría ficticia que tiñe el mercado imperante.
Me imagino encontrarme con una comunidad donde vivan de manera antagónica a nuestros días, sin celulares, sin televisión, llevando una vida entusiasta en la naturaleza, como los marginados de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury (novela hecha film por F. Truffaut) que vivían alejados de todas las pantallas del sistema de vida común, donde los libros eran ilegales y por ende se quemaban; el protagonista debe escapar de los bomberos -policías en este contexto- logrando refugiarse en una comunidad contracultura que sabía él que existía en la orilla de un riachuelo, fuera de la ciudad, entre vagones abandonados donde se paseaba cada persona memorizando el libro que habían elegido para ingresar al grupo, por tanto, y producto de que estaban desidentificados por el sistema, los títulos de los libros pasaban a ser sus nombres.
Franco Caballero Vásquez