Si asumimos que la política es el arte de gobernar y que, como toda disciplina artística, se rige por sus propias reglas, posee sus propios paradigmas y actúa según sus propios tiempos y ritmos, es legítimo preguntarse en qué estado se encuentra hoy esta compleja disciplina (a cargo de unos cultores bastante “naif” si se me permite el galicismo).
La pregunta se tornará crecientemente válida en la medida en que nos aproximemos, más lento de lo que algunos quisieran y más rápido de lo que otros desearían, al ecuador del actual período presidencial. Es que la mitad del mandato es, indudablemente, un hito que anima a los anhelantes, pero que angustia a los afligidos. Pero que no deja indiferente a nadie. Porque así como aquellos que se asoman a los cuarenta (más aún aquellas que se aprestan a abandonar esa década) empiezan a pasar revista de las metas logradas, las por alcanzar y las que se alejan inalcanzables, los gobiernos hacen algo similar cuando cumplen la mitad de su tiempo. Se preguntan: ¿qué hemos conseguido, qué estamos por lograr y, con especial desesperanza, qué es aquello que ya no alcanzaremos? Y las respuestas pueden ser brutalmente sinceras o, en otros casos, enredadamente mentirosas. Es que los gobiernos fluctúan entre la franqueza y la autocomplacencia.
Por lo anterior, el cónclave que ¿celebrarán? las coaliciones oficialistas este fin de semana permitirá, estoy seguro, observar ambas actitudes: los que saldrán de cerro Castillo repitiendo “vamos bien, mañana mejor” y aquellos que, con sonrisas mal dibujadas, culparán a quien sea, menos ellos, por la falta de logros. Nosotros, por nuestra parte, ya destinaremos otro tiempo de verano a resumir estos dos años. Ahora, sólo revisaremos la contingencia de estas últimas semanas y el Lector, con las luces que le adornan, formulará sus conclusiones y trazará probables rumbos. Sin entusiasmarse mucho ni angustiarse tanto. Más bien “sine ira et studio”.
Comencemos señalando que, en las dos últimas semanas de diciembre, 14 días, hubo 31 homicidios en el país. Y, cuando se publique la estadística anual, observaremos cómo hemos superado, con creces, los asesinatos de 2022. Igual o peor será la cifra de otros delitos violentos, portonazos, abordazos y demás creatividad delictual. La seguridad ya dejó de ser una preocupación y un anhelo ciudadano, transformándose en 2023 en un grito angustioso de auxilio. Mientras, esperamos la formalización del jefe de la policía, liberamos por unos días al responsable del atroz asesinato de los ancianos Luchsinger Mackay, defendemos la pensión vitalicia otorgada a un condenado por homicidio (y a otros 40 con antecedentes penales), la droga se eleva como uno de los artículos más transados en el comercio informal de ciertos barrios capitalinos e invitamos a un pseudo cantante a interpretar alabanzas del narcotráfico, en horario estelar. Tampoco es igual tener bandas y crimen organizado a destajo, como lo observamos hoy por doquier, que tener carteles delictuales, como señaló con perspicacia nuestro Subsecretario del Interior (y Seguridad Pública). Cuando los tengamos, ya nos preocuparemos. Mientras, hay que negar cualquier semejanza con la situación ecuatoriana de hace 5 años. Que se amenace de muerte al Ministro de Justicia, al Director de Gendarmería o a la Alcaide de la cárcel de alta seguridad, que aparezcan dos o tres “ajusticiados” cada mañana en alguna carretera, maleta o sitio eriazo, no significa que el crimen esté desbordado ni el gobierno superado.
Al mismo tiempo, nos enteramos que las exigentes reglas de transparencia pueden ser adaptadas a voluntad, si se trata de una alta autoridad gubernamental. Y que la norma que rige el Lobby es tan dúctil como para omitirla, si lo que se quiere es dialogar a espaldas de la ciudadanía. Basta programar una grata reunión, convocar a próceres de la industria y prohombres (y mujeres) gubernamentales, sentarlos con una copa y algún picadillo, para exponer temas acuciantes, espinosos y trascendentes. Todo esto, eso sí, olvidando los nombres de quienes asisten, la temática que se abordó y negando que se trate de la antigua “cocina” de otros tiempos. Porque ahora las reuniones se hacen en el comedor. Lo cual es muy distinto, ¿no les parece?
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho