¿Por qué será que los latinoamericanos somos adictos a este riesgoso juego político del todo o nada? ¿Será, acaso, que nos gusta el vértigo de sentir que en una elección podemos perderlo todo? ¿O, por el contrario, nos gusta sentir que con un determinado resultado electoral podemos ganar todo lo que siempre hemos deseado?
Durante el siglo XX, los países latinoamericanos que tenían un sistema político medianamente democrático, no hicieron otra cosa que oscilar entre populismos desatados, autoritarismos conservadores o totalitarismos militaristas. Y, cada tanto, vuelcos absolutos, saltos mortales con caída libre y regreso al punto de partida. Fuese con votos, bayonetas, rosarios o chequeras, los cambios eran sustanciales. Quienes asumían declaraban que todo lo anterior estuvo mal hecho y que, ahora sí, las cosas se harían bien. Cada oscilación del péndulo político significaba deshacer y desmontar, al tiempo que volver a comenzar por los cimientos y las bases. Ahora sí que sí, dijimos tantas veces. Y otras tantas advertimos que seguíamos igual en la línea de partida, en la pobreza, en el subdesarrollo y en la promesa de avanzar sin transar, alguna vez.
Y en este nuevo siglo, ya no tan nuevo, vamos por las mismas. Por todas partes observo vuelcos y virajes políticos sustanciales. Sea en Brasil, que hace 3 años se alejó de la izquierda de Dilma votando por la derecha de Bolsonaro y ahora todo hace temer que, dentro de poco, votarán nuevamente por la izquierda de Lula. O en Ecuador, que bambolea más aún, oscilando desde Correa y su socialismo del siglo XXI a su heredero, Lenín Moreno, que no fue tan fiel con su mentor. Y hoy, huyendo de aquel socialismo, la sociedad ecuatoriana ha optado por la derecha con Guillermo Lasso. Algo parecido está iniciándose en Colombia, donde su propia versión de estallido social, me temo, llevará a un desplazamiento hacia la izquierda. Y sabemos que Uruguay ya hizo el giro completo, desde el izquierdista Frente Amplio de Tabaré Vásquez, hasta el regreso, el año pasado, de Lacalle Pou y la derecha uruguaya. Hay más ejemplos, por cierto, pero mi intención no es marear al Lector con tantos giros, vuelcos y revuelcos. Sólo demostrar la adicción al volteo y sobresalto político que pareciera tener esta Latinoamérica nuestra.
Por lo anterior, no debiera sorprendernos lo que ha ocurrido con las elecciones del Perú. Simbolizando el movimiento pendular que he señalado más arriba, el domingo pasado la sociedad peruana tuvo que optar, dramáticamente, no sólo entre la izquierda y la derecha. Pareciera que su elección les obligó a escoger entre el futuro y el pasado. Entre la modernidad y el arcaísmo político. Entre una versión criticable de políticas neoliberales, mezcladas con paternalismo y corrupción, impulsadas por Keiko Fujimori, y una vuelta a las consignas socialistas, indigenistas y estatizadoras, cuyo líder, Pedro Castillo, es el ganador de unos comicios increíblemente ajustados.
Con Castillo, Perú volverá a ser lo que fue. Un país dicotómico, dividido entre la costa y la sierra, dirigido como antaño lo hizo el APRA, reivindicando su derecho a equivocarse y regresar al estatismo, a la odiosidad clasista, al orgullo de la ignorancia disfrazada de indigenismo, a la pobreza nacionalista y el subdesarrollo antiglobalista. Con la elección del candidato de la izquierda, el Perú eligió abandonar el modelo económico y social que le dio el desarrollo mal repartido que hoy posee y regresar a un esquema probadamente fallido, que le asegurará el más amplio reparto de pobreza. A contar de ahora, Perú se suma a los países que decidieron volver a jugarse el desarrollo y el futuro al todo o nada. Como tantas otras latinoamericanas, la sociedad peruana escogió volver atrás en vez de corregir defectos. Demoler en vez de subsanar. Perú volverá a los años de las añejas consignas anti imperialistas y a las promesas revolucionarias que hacían que Zavalita, el protagonista de “Conversación en La Catedral”, un Vargas Llosa por allá por 1969, se preguntara con pena, asombro y desazón “¿En qué momento se jodió el Perú?”