A pocos días de cumplirse cinco años del llamado estallido social o revuelta en Chile, entrevistamos al Dr. Javier Agüero Águila, destacado analista y académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule, para abordar su análisis sobre las profundas demandas por dignidad y justicia social que emergieron en aquel octubre de 2019.
A lo largo de esta entrevista, se refiere a cómo evalúa las exigencias ciudadanas, los dos intentos fallidos de cambiar la Constitución y finalmente, profundizaremos en los desafíos presentes como sociedad.
A cinco años del Estallido social en Chile, ¿cómo evalúa las demandas por dignidad y justicia social que surgieron entonces?
«Primero, y aunque daría para algo más largo, quisiera pensar en “Revuelta” más que en “Estallido”. Ésta última es una palabra sin pasado, sin futuro y sin multitud, se agota como sentido en el momento mismo que se dice y responde a intereses (políticos y académicos principalmente) que pretenden que así sea; Creo que descomplejiza algo que en su naturaleza es infinitamente más heterogéneo, “revuelto”. “Revuelta” alude a un instante en el que la sociedad chilena, como nunca antes, fue capaz de tensionar a las instituciones folclóricas devenidas de la oligarquía hacendal, de la dictadura, de la transición y de los gobiernos de ahí en más. En esta dirección, y ahora sí respondiendo a tu pregunta, creo que la querella de octubre, al día de hoy, es la misma. Una sociedad que sigue gangrenada por los abusos a toda escala, por una desregulación total del mercado salvaje (que le permite a una universidad, sin que sea –por ahora– ilegal, pagar 17 millones a una ex ministra de derecha por media jornada de trabajo), por el tráfico de influencias entre políticos, jueces, empresarios y abogados para distribuirse y corromper todas las instituciones del Estado, en fin, nos habla de que las demandas originales de la Revuelta de octubre siguen ahí».
¿Qué análisis hace del hecho de que Chile haya pasado por dos infructuosos procesos constitucionales?
«Si sumamos el proceso que inició Bachelet el 2016 con los cabildos comunales serían tres. Hasta donde entiendo es un caso único en el mundo, es decir de un país que haya iniciado dos procesos constituyentes sin poder sacar un nuevo texto. Siempre tenemos récords extraños. Son muchas las derivadas que se pueden pensar. Pero me quedo con dos. La primera tiene que ver con el carácter social –o ethos– de un país que no tiene vocación por las transformaciones estructurales (salvo que sean por la fuerza, claro). Es una mesocracia a todo orden, no solo en el entendido de un país de clase media extendida sino, igualmente, de “términos medios”. Nuestra tendencia nunca ha sido a la “revolución” sino a la “conservación”, y aquí el segundo punto que se engancha. Después de haber tenido la revuelta más grande en la historia de Chile, de haber traducido ese impulso original en una Asamblea Constituyente electa soberanamente (aclaremos que la Revuelta no es lo mismo que la AC, ésta es una expresión institucional que en nada se emparenta con el acontecimiento, pero es una consecuencia empírica, sí), de su consiguiente naufragio y después del fracaso, también, de la Constitución de Kast, nos quedamos ahí mismo, con la Constitución de Pinochet y Guzmán, y todo este largo proceso no ha sido más que la reactualización del pacto entre militares y oligarquía firmado en 1980».
¿Qué nos dice este fracaso sobre la capacidad de la clase política chilena para alcanzar grandes acuerdos nacionales en temas fundamentales?
«Primero que los grandes acuerdos no deberían residir en la clase política, como la llamas. Escuchando a Gabriel Salazar, la soberanía habita total y absolutamente en el pueblo y no el parlamento (profundamente deslegitimado al día de hoy). En esta perspectiva es que los representantes deberían ser la expresión de un mandato popular. Pero ya sabemos que esto no es así; la clase política es autopoiética y endogámica y todo se hace de espaldas a la sociedad civil generando la ficción de la participación a través del voto. A toda esta tragedia, o sobre ella, se suma la impericia entre las y los políticas/os que habitan las instituciones. Cada sector defiende su propia idea de sociedad que es, a la vez, el resorte de sus propias acciones en la bolsa de la política».
¿Cuál ha sido el mayor desafío (de todos los sectores políticos) a la hora de buscar acuerdos?
«Creo que ellos mismos, superarse a sí mismos y a sus lógicas de repartición de poderes. Ahora, y en línea con lo anterior, insisto que todo lo que pueda decidir la clase política o no, a lo que pueda llegar a acuerdo o no, será siempre la expresión de una apropiación, de una soberanía que no les pertenece porque no habita en ella sino en la ciudadanía (palabra medio resbalosa al día de hoy). Con esto no quiero decir que no deban existir instituciones democráticas para hacerse cargo de los problemas centrales que hoy atraviesa la sociedad chilena, pero se trataría de contar con instancias institucionales que sean el reflejo de lo que un pueblo soberano, en algún momento de su propia deliberación, decidió, y no al revés».
¿Se podría agudizar la poca representatividad de la democracia chilena con los últimos hechos conocidos sobre corrupción y malas prácticas?
«Más de lo que está en crisis la idea de “representatividad”, es algo difícil de imaginar. La verdad es que nuestros/as representantes –o al menos la mayoría de ellas y ellos– han sido tan corruptos y corrompidos como lo pueden ser los operadores de la corrupción “profesionales” e “institucionales” (Hermosilla, Vivanco, Bravo –Chadwick está en la cornisa– y el largo etcétera). Nuestras instituciones democráticas han sido la expresión de una corruptela. Entonces sería urgente una democracia, en este sentido, que se reconfigure atendiendo al principio de soberano. La representatividad en este país no es más que léxico, un anillo cerrado y hermético en el que las decisiones jamás son tomadas pensando en el “otro soberano” (el pueblo), sino en lo que esas mismas decisiones puedan o no tributar a sus radios de poder, a extenderlo. Una gran farsa. Todo esto, en Chile, parece ilusorio, una secuencia histórica de demandas populares y querellas ciudadanas (ahogadas o reprimidas) así lo indican, pero bueno, nunca hay que dejar de creer en la potencia de la multitud y pensar o soñar en una democracia que pueda radicalizarse».
¿Cómo se hace frente a la creciente desconfianza en las instituciones?
«El filósofo francés Pierre Rosanvallon propone un concepto que es muy sugerente. Habla de “las instituciones invisibles”. Más allá del parlamento, del poder ejecutivo y del judicial, la crisis de la idea de representatividad se fundaría no en lo que podríamos denominar las instituciones clásicas y evidentes sino, precisamente, en aquellas invisibles, incorpóreas. La democracia en esta dirección es mucho menos un conjunto de procedimientos o un grupo de instituciones supuestamente coordinadas. La democracia también es lo que no se ve ni se presenta, y que deambula medio fantasmalmente. Rosanvallon señala que una de estas instituciones fantasmagóricas es, por excelencia, la confianza. Sin embargo, no existe algo así como un ministerio u oficina de la confianza instalado en los edificios de gobierno; el Parlamento es de diputados y senadores, no es un Parlamento de la confianza. Los avatares de la democracia, ya sea en su versión de crisis occidental, o a la manera de corrupción doméstica, están determinados por esa confianza fantasmal que carece de despachos, pero que es más fuerte que cualquier institucionalidad formal. Esta confianza está quebrada, rota, fracturada y, la verdad, no sé si esto sea reversible. El mea culpa de las clases dirigentes y el gran empresariado debería ser de una magnitud enorme para que en algo se recupere la médula de un país arrasado por tantas décadas de neoliberalismo salvaje y el obsceno pergamino de abusos que lleva adherido. No soy político, ni empresario, ni lobista y jamás podría decir “vendrán tiempos mejores” o “hay que mirar con esperanza el futuro”, el diagnóstico es total y absolutamente pesimista, demoledor más bien».