“Psicosis lúcida”, de Joaquín Miranda Puentes, es un inquietante libro que muestra los tratamientos de eso que llamamos enfermedades mentales. “Lo primero es que dentro del psiquiátrico te convencen de ser menos humano que los demás, un ser inferior, un marciano, una cosa insignificante”, precisa Miranda (por Mario Rodríguez Órdenes)

Con una exquisita mezcla de lenguajes, el texto biográfico de “Psicosis lúcida” (Hueders, 2024) de Joaquín Miranda Puentes, se combina con la ficha clínica, recetas y bibliografía médica. Miranda recupera su propia historia y reflexiona sobre lo que significa sobreponerse, nunca del todo, a una internación forzada, además de sus consecuencias posteriores.
Joaquín Miranda Puentes (Santiago, 1993) es licenciado en Letras con mención en Lingüística y Literatura Hispánica de la Pontificia Universidad Católica de Chile, magister en Lingüística de esa misma casa de estudios y magister en escritura narrativa de no ficción de la Universidad Alberto Hurtado. Fue becario de la Fundación Neruda el 2016 y al año siguiente publicó el poemario “Los Tiempos”.
¿Cuál es la situación actual de la salud mental en la sociedad chilena?
“Hay cifras que dicen mucho: el 2023 el Ministerio de Salud anunció que los fármacos de segundo mayor consumo son los relacionados con la psiquiatría, principalmente ansiolíticos, antidepresivos y antipsicóticos. El Mercurio también habló del tema: en el 2021 el uso de este tipo de medicamentos era de 233 dosis por cada mil habitantes, mientras que en el 2014 eran 123 dosis. Casi el doble en menos de una década. Puede haber muchos factores que inciden en la salud mental en Chile, pienso en el imperativo neoliberal de competir, ganarle al otro y producir como energúmeno. Basta salirse un poquito de ese esquema para ser tratado como anormal. Los artistas, por ejemplo, son inútiles en esta sociedad porque se apartan de la lógica mercantil. Es, a fin de cuentas, una esclavitud disfrazada de libertad (este es el gran mérito del neoliberalismo: hacernos creer que somos libres). Si a lo anterior sumamos la desigualdad, la impotencia ciudadana ante la corrupción política y policial, los robos extremos que han sido perdonados, es imposible no tener un país afectado, en el peor de los sentidos”.
¿Qué se entiende por salud mental?
“Uno tendería a decir que la salud mental del Chile actual es mala, deficiente. Ahora bien, es legítimo que otra persona lo vea de otra manera. Esta amplitud de perspectivas es consecuencia, justamente, de la polisemia del término ‘salud mental’. Mientras no sepamos definirla y lleguemos a un acuerdo al respecto, no será sencillo hablar de la misma ni decir si en Chile o en cualquier parte del mundo la salud mental es buena, mala o regular. En síntesis, y dejando claro que esta es mi opinión y que puede haber muchas más, creo que la salud mental actual en Chile está mediada por su contingencia socioeconómica, como también por el entorno inmediato de las personas, sea afectivo o de otra índole. Teniendo esto en consideración, diría que la salud mental chilena es pobre, insuficiente y problemática”.
¿Le parece que los tratamientos son una especie de laberinto del que resulta difícil salir?
“No, no son laberintos. El problema de los tratamientos psiquiátricos es que bajar un fármaco puede tardar meses o años, pero tampoco es tan terrible. Peor es entrar que salir. Me explico: en general, basado en mi experiencia, los psiquiatras no tienen idea de lo que están haciendo. Olvidan que las personas son todas distintas entre sí y basan sus decisiones en manuales como el ‘Manual diagnóstico de los trastornos mentales’, DSM, para medicar, manuales que meten a diversos individuos en un mismo saco, lo que elimina, de hecho, la condición de individuo. Esto implica que se fijen más en los síntomas, que pueden obedecer a miles de causas, que en la historia de la persona. Y la historia de la persona es un mejor indicador para saber qué fármaco dar o, de hecho, para decidir no dar ni una pastilla.
A los psiquiatras les gusta jugar al detective, a los tubos de ensayo. Por ahí podría pensarse en la idea del laberinto: el psiquiatra buscando la salida para ‘ayudar’ al paciente. Pero no es así, no se esfuerzan lo suficiente como para atribuirles ese rol. Los tratamientos son parches que permiten funcionar, que es lo que exige este modelo social. Si el tratamiento logra que el paciente trabaje, listo. Si no puedo salir por angustia, se me da algo para salir; si no puedo dormir por ansiedad, se me da algo para dormir. Esos son los tratamientos psiquiátricos: van al síntoma, jamás a la causa. Y por lo mismo, como solo atacan lo más superficial, es lo opuesto a un laberinto. Los tratamientos psicoterapéuticos tienen más de laberinto porque se meten en la historia de la persona, abren compartimentos cerrados por años, descubren fósiles que explican comportamientos anclados en la identidad de un otro. Pero los psiquiatras no hacen eso, solo recetan lo que creen que puede hacer funcionar al paciente en términos de productividad.
En resumen, no creo que los tratamientos psiquiátricos sean como laberintos, sino más bien lo contrario. Pero de que cuesta salir, cuesta, aunque a eso le atribuyo que para bajar o eliminar dosis el cuerpo requiere tiempo. Pueden pasar años hasta que desaparezca un fármaco. En ese sentido sí es difícil salir, pero por razones que trascienden la voluntad psiquiátrica y la del paciente: el cuerpo manda”.
¿Cómo fue su propia experiencia y qué fue fundamental para salir de este verdadero laberinto?
“Mi experiencia fue pésima. Mi primera psiquiatra, la que me internó, fue negligente. Jamás debí haber estado internado y me dieron miles de fármacos que me afectaron la tiroides, la musculatura, la vista, el sueño, etc. Fármacos, la mayoría, que no debí tomar nunca. Solo se trató de un capricho de la psiquiatra. Los psiquiatras que vinieron después no fueron muy diferentes. Son personas cómodas, sentadas en un sillón de cuero mientras juegan a ser detectives. Poco les importa el sufrimiento del paciente mientras este tome lo que ellos creen que debería tomar: necesitan tener el poder sobre el otro, ese es su verdadero trabajo.
Sobre la segunda parte de la pregunta, dos cosas: en primer lugar, como dije en la respuesta anterior, no creo que sea un laberinto; en segundo lugar, aún no salgo de ni una parte. La internación psiquiátrica es el inicio de todo, pero después viene enfrentarse a una sociedad ignorante en lo que respecta a salud mental, psiquiatría y todo lo que sea levemente distinto a lo cuestionablemente llamado normalidad. Hasta el día de hoy sufro las secuelas, la angustia, el miedo, la rabia. No he salido del trauma que implica ser un paria social, un ser inferior para el resto, incluso una cosa (así me trataron y de eso me convencieron los psiquiatras). Si bien la psicoterapia ha servido, y aquí agradezco a Magdalena, mi psicóloga desde los quince, que ha hecho milagros conmigo, una internación y sus consecuencias te marcan de por vida. Simplemente no se sale. No es un laberinto, pero sí algo parecido a una celda cerrada por fuera, cuya llave no la tengo ni tendré. Celda sin ventanas, con una luz en el techo que funciona a medias, y donde el tiempo no pasa”.
Señala que: «Reinsertarse en el mundo después de estar en una clínica psiquiátrica es una tarea compleja”. ¿Cuáles son algunas de las principales dificultades?
“Lo primero es que dentro del psiquiátrico te convencen de ser menos humano que los demás, un ser inferior, un marciano, una cosa insignificante. La autoestima baja a niveles increíbles. Por lo mismo, cuando uno sale solo ve lo que uno no será jamás, es decir, personas comunes y corrientes. Se vuelve a las calles tan masacrado que la sociedad parece de mentira, un engaño. Peor es darse cuenta de que afuera a nadie le interesa realmente lo que uno vivió, y, si le interesa, no es capaz de mantener un diálogo útil. El tabú que rodea a las internaciones psiquiátricas ha hecho que las personas no piensen sobre el tema y, por lo mismo, sean interlocutores torpes, absolutamente ineptos para hablar sobre el asunto. Y eso conlleva una soledad abismal. Uno tarda en asumirlo, pero, incluso teniendo amigos, familia, colegas, uno está solo. Pero es una soledad difícil, inefable; una soledad que los demás quieren entender para acompañar, pero que es tan distante a la realidad de los otros que no han padecido lo mismo, que hace imposible cualquier conversación.
Otra dificultad relacionada a lo anterior es la creencia de no lograr nada en la vida, de cargar con un peso que hace imposible descansar”.
Escribe: «Nadie se salva de las secuelas». ¿Cuáles lleva usted?
“Sigo tomando fármacos, muchísimos. Cada vez que los veo, en la mañana o en la noche, recuerdo mi internación. Se me vienen a la mente las veces que me obligaban a tomar al menos diez pastillas, todas tóxicas, con una cantidad ínfima de agua. Me retaban porque demoraba, me costaba tragarlas. También conservo las secuelas físicas: mi tiroides, por culpa del litio, dejó de producir la cantidad necesaria de hormonas tiroideas, por lo que debo tomar levotiroxina de por vida; el litio también afectó mi musculatura, soy más propenso a los calambres, así que no puedo hacer deporte como quisiera. Otra secuela inevitable es la desconfianza en los psiquiatras. Definitivamente los considero enemigos de la salud, partidarios del buen dinero, del mercado y del narcisismo. En el mejor de los casos, parchan. Eso es todo lo que hacen y cobran en exceso, quizá demasiado en exceso”.
¿Cuál es el principal talón de Aquiles de los psiquiatras?
“Creer que son médicos. No lo son, no pertenecen a ese rubro. De partida, el objeto de estudio de la medicina es el cuerpo humano. Algunos se especializan, pero esa especialización es elegir como objeto de estudio una parte del cuerpo humano o una edad para abordarlo, por ejemplo: el oftalmólogo se encarga de los ojos; el geriatra estudia el cuerpo humano a partir de cierta edad; el neurólogo se forma sobre el sistema nervioso. ¿Cuál es el objeto de estudio de la psiquiatría? Ciertamente, no es el cuerpo humano ni una porción de él. No sirven respuestas como ‘la mente’, eso no es parte del cuerpo. Por el solo hecho de no tener como objeto de estudio el cuerpo humano, no pertenecen a la medicina. Además, esto conlleva que la psiquiatría no es una ciencia, sino una pseudociencia. Si bien dicen que se basan en estudios farmacológicos, neurológicos, etc., son estudios que ellos no hacen ni dominan. Esto no es una crítica a lo acientífico, sino una prueba de que los psiquiatras no funcionan según el método científico. Claro que me refiero a los psiquiatras de sillón. Hay muchos otros que hacen docencia e investigación, probablemente generen conocimiento, pero siguen siendo no-médicos. Los psiquiatras debieran tener formación en filosofía, historia, antropología, sociología, psicología, entre otros. De nada les sirve saber los nombres de los huesos del pie. Los padecimientos psiquiátricos se explican mayormente por el entorno de la persona que sufre, y eso exige conocimiento no médico. Creerse médicos es su talón de Aquiles, pues no se dan cuenta de que están en el lugar equivocado, tomando decisiones equivocadas sobre diagnósticos equivocados, recetando pastillas equivocadas bajo una autopercepción equivocada. Mientras esto perdure, no hay esperanzas en la psiquiatría”.
La tragedia que se vivió en Chile en el año 1973, ¿agudizó las enfermedades mentales?
“Creo que la dictadura destruyó una nación completa y los síntomas de esa destrucción no están solamente en lo que llamamos salud mental, sino también en la imposición de un modelo neoliberal que perdura y que afecta asuntos tan esenciales como la educación, la salud y otros derechos. Lo que sí me atrevería a decir es que ese modelo, impuesto por la fuerza, es lo que tiene hoy en día a tantas personas tomando medicamentos contra el estrés, la angustia, la depresión.
En síntesis, y respondiendo a la pregunta, la dictadura forzó un modelo que costó miles de vidas. Por supuesto afectó la salud mental de las personas: te podían matar solo por salir en toque de queda. Lo hicieron y muchos siguen impunes. Pero el asunto, en términos de salud mental, es que no hemos sido capaces como sociedad de eliminar las bases de la dictadura. La corrupción, la desigualdad, el neoliberalismo feroz, y tantas otras cosas, son parte de nuestro cotidiano. Y eso sí que influye en la salud mental. La lógica neoliberal exige esclavos que se creen libres, personas que produzcan como robots sin cuestionarse nada, matinales que vuelven tonta a la población. Así que sí: la dictadura afectó y nos sigue afectando en términos de salud mental. El neoliberalismo es la extensión de la dictadura, y mientras exista no habrá disminución respecto del padecer psiquiátrico”.
¿Cuál es su mirada de la salud mental de los chilenos luego del Estallido Social?
“Para los que nos ilusionamos con el Estallido, sin duda nos afectó que no condujera a nada. También nos afectó que las fuerzas policiales y militares tuvieran permiso para matar y se jactaran de ello (siempre lo han tenido, pero el Estallido lo hizo aún más evidente). En mi caso, no fui a marchar por miedo a ser asesinado por uno de esos energúmenos, primates con armas. Fue un momento de mucha tensión, estoy seguro de que varios tomamos fármacos para bajar la ansiedad y la angustia. Ahora bien, hoy en día creo que la consecuencia fue un escepticismo respecto de los cambios políticos. Asumimos que es un juego de poder en el que la ciudadanía no tiene nada que hacer. La clase política es y será siempre la misma a menos que se haga una revolución de verdad. Pero como eso no va a pasar, me mantengo pesimista respecto del escenario político. Ahora bien, desde el punto de vista de salud mental, por supuesto que afectó, tanto mientras ocurría como después de que ocurrió. Primero por la angustia de saber que te podían matar o que podían matar a un amigo, también por la tensión entre bandos, no saber qué iba a pasar. Después por la frustración de no haber logrado nada, de haber perdido personas que dieron su vida por la causa y que serán olvidadas en un par de años. Entonces, en síntesis, claro que nos afectó. A todos. Pero hay algo que fue peor, a mi juicio, en términos de salud mental: la pandemia. Pero ya habrá tiempo para hablar de aquello”.