En “Ahora que vamos deprisa”, de Ignacio Dávila, los personajes viven en un mundo de incertidumbres. “La incertidumbre no siempre es una condena, sería peor creer que la vida está orientada por el destino o por algún tipo de predestinación”, precisa el autor (por Mario Rodríguez Órdenes)

“Ahora que vamos deprisa”, la notable novela de Ignacio Dávila, permite intuir un mundo vertiginoso. El protagonista, Álvaro, tras perder a una hija de forma cruel, enfrenta los fantasmas de su azaroso pasado para reconstruir la vida. El relato es una profunda reflexión sobre la búsqueda de cimientos y pilares en un mundo inestable.
“Álvaro trata de aferrarse a la memoria para no olvidar quién es. Pero la incertidumbre no siempre es una condena, sería peor creer que la vida está orientada por el destino o por algún tipo de predestinación”, precisa Dávila.
Ignacio Dávila (Santiago, 1982) es doctor en cine por la Universidad Toulouse – Jean Jaures. Especialista en cine latinoamericano ha sido invitado en la Universidad Sorbonne Nouvelle. Es autor de “Cámaras en trance” (2014), “Le Nouveau cinéma latino – americain” (2015) y coautor de “Guzmán: el botón de nácar” (2020). Después de vivir en Chile, España y Francia, en la actualidad reside en Brasil.
Ignacio, “Ahora que vamos deprisa” es su primera novela. Usted viene del mundo de la crítica de cine. Lo vertiginoso de su prosa, ¿procede del mundo del cine?
“La literatura y el cine son mis dos grandes pasiones, así que supongo que mi escritura tendrá algo de cinematográfico. ‘Ahora que vamos deprisa’ es una novela en la que se entrecruzan tiempos y espacios diferentes de la vida de un personaje. La inspiración me vino de una escena de ‘Hiroshima mon amour’, de Alain Resnais, en la que, mientras vemos a la protagonista caminando por las calles de Hiroshima, se intercalan imágenes de Nevers, una ciudad donde ella vivió varias experiencias traumáticas. Cuando vi esa escena por primera vez me emocioné con el texto de Marguerite Duras, pero sobre todo me impactó la alternancia visual entre el hoy y el ayer, Hiroshima y Nevers. La unión de espacios y tiempos que permite el montaje cinematográfico me cautiva, porque crea significados nuevos que no están en las imágenes originales. Aunque la palabra no consigue hacer eso, el montaje de tiempos heterogéneos es una de las inspiraciones de mi novela”.
El mundo de Álvaro, el protagonista, está cruzado por la incertidumbre. ¿Cree que estemos los seres humanos condenados a vivir en esa condición?
“La incertidumbre es propia de lo humano. Más aún en la actualidad donde todo parece que debe realizarse con urgencia. Hay, además, una precarización de las condiciones de trabajo y los límites entre el mundo laboral y la vida privada se difuminan, porque llevamos el trabajo en el bolsillo en forma de teléfono. Por otro lado, vivimos constantemente amenazados por pandemias, crisis económicas, guerras, desastres ecológicos y líderes autoritarios. Vamos demasiado deprisa y con riesgo de estrellarnos. Esa es la sensación que experimenta Álvaro, el protagonista de mi libro, y por eso trata de aferrarse a la memoria para no olvidar quién es. Pero la incertidumbre no siempre es una condena, sería peor creer que la vida está orientada por el destino o por algún tipo de predestinación”.
La generación de Álvaro también sufre la dictadura militar chilena. ¿Considera que los chilenos en la actualidad quieren olvidar ese pasado?
“Álvaro pertenece a lo que suele llamarse la ‘generación de los hijos’. Le tocó vivir las consecuencias de la dictadura durante la infancia, cuando su familia abandonó Chile a raíz de la crisis económica de 1982. Como muchos chilenos, él arrastra hasta hoy los miedos de esa época; algunos son propios, otros heredados. Creo que sería muy peligroso que, como sociedad, tratásemos de olvidar el trauma de la dictadura, pues ha marcado nuestra historia privada y colectiva y es el origen de muchas estructuras injustas que perviven. Hay quien piensa que solo se avanza olvidando, en ‘Ahora que vamos deprisa’ planteo lo opuesto: solo se avanza si sabemos mirar hacia atrás”.
Callar, ¿lleva al olvido?
“Callar es un intento por reprimir recuerdos traumáticos, pero si algo nos enseña la psicología es que lo reprimido siempre regresa y suele hacerlo en forma de patologías íntimas o sociales. Así que callar es un pésimo remedio. Lo importante es saber qué hacer con el recuerdo, saber cómo elaborar algo que tenga sentido. El protagonista de mi novela pierde una hija durante el parto. Muchos callarían para tratar de olvidar ese episodio, pero hablar es indispensable, porque el silencio nos paraliza”.
¿De qué manera la literatura nos ayuda a enfrentar nuestros traumas?
“Creo que la literatura y las artes son las formas más poderosas que el ser humano ha encontrado para enfrentar sus fantasmas. Por eso he escrito este libro”.
¿Podría ayudar a superar la tragedia que vivió la sociedad chilena en 1973?
“La literatura puede ayudarnos a entender mejor las múltiples tragedias que hemos vivido tras el golpe. Hemos ido reelaborando el pasado desde varias perspectivas diferentes, que también dicen mucho sobre nuestro presente. Por ejemplo, hoy se aborda la dictadura desde la óptica del feminismo y las disidencias sexuales, algo poco frecuente hace veinte años”.
Los silencios en la sociedad después del golpe, ¿cómo han moldeado a generaciones de chilenos?
“Diría que en los años noventa hubo una generación que, por temor o por prudencia, escogió el silencio como forma de dejar la dictadura atrás. Pero, gradualmente, las cosas fueron cambiando y hace años que existe un trabajo de memoria profundo. Al respecto, en la literatura, el cine y el teatro se han hecho contribuciones fundamentales. Diría que, en los últimos años, la juventud ha conseguido sacudirse de encima el miedo que paralizó a quienes los precedimos. El estallido de 2019 lo demuestra. Pero la tentación del olvido es un riesgo que está siempre presente”.
En el libro aparece una cita de la escritora Annie Ernaux que me parece perturbadora: «Y un día estaremos en el recuerdo de nuestros hijos, entre nietos y personas que aún no han nacido». ¿Lo perturba a usted también?
“Me parece normal. Algún día solo quedará de nosotros un puñado de imágenes que nuestros descendientes mirarán sin saber muy bien quiénes fuimos, confundiéndonos con nuestros hijos o nuestros padres. Me pasa a mí con las pocas fotografías sepias que conservo de mis bisabuelos. Contrariamente a lo que suele pensarse, sospecho que la fragilidad de los registros digitales contribuirá al olvido, pues la imagen se ha vuelto efímera. Pero pasar y transformarse es el ciclo natural de los seres y de las cosas. T.S. Eliot lo describió de forma preciosa al compararnos con vieja leña para nuevas hogueras”.
Ignacio, ¿cómo fueron sus años de formación?
“Aunque nací en Santiago, pasé mi infancia en España y de allí provienen mis recuerdos más antiguos. Mi familia regresó a Chile a mediados de los años noventa. Estudié periodismo en la UC, pero nunca llegué a ejercer en el país. Con el diploma bajo el brazo me fui a vivir a Francia donde realicé un doctorado en historia y estética del cine. Cuando estaba terminándolo, me enamoré de una brasileña que me convenció a irme con ella a Sao Paulo para hacer un posdoctorado. Vivo allí hasta hoy. Tengo una formación bastante híbrida y le debo mucho a personas e instituciones de lugares muy diferentes”
¿Cómo recuerda Santiago de los años 80′ y 90?
“Tengo pocos recuerdos del Santiago de los años ochenta porque vivía en España. En esa época, Chile aparecía, a veces, en las noticias de la televisión española. Mis padres subían el volumen y miraban la pantalla muy tensos. Lo que veíamos eran siempre protestas y violencia policial. Eso era Chile para mí. Tenía cuatro o cinco años y esas imágenes me marcaron tanto que sentía pavor ante cualquier manifestación. Más tarde, pasé una breve temporada en Chile, durante los meses del Plebiscito de 1988. Recuerdo que mi madre quería votar por el No, pero no se atrevía a decírselo a nadie. Como vivíamos cerca de la casa de Pinochet, a veces teníamos que pasar por allí. Mi madre me obligaba a permanecer callado, como si pudiera sucedernos algo si abriese la boca. Hablo de ese miedo infantil en el libro”.
¿Cómo surge la posibilidad de estudiar en la Universidad Toulouse Jean Jaures?
“Vivía en Francia y quería estudiar un posgrado. Toulouse parecía la alternativa perfecta porque hay un excelente festival de cine latinoamericano y la universidad tiene una escuela de audiovisual. Además, es más barato vivir allí que en París. Al llegar, descubrí que estaba en la ciudad más iberoamericana de Francia, con un montón de estudiantes de España, Colombia, Chile y Argentina. Sentí por ella amor a primera vista”.
¿Qué publicaciones prepara?
“En estos momentos estoy terminando una segunda novela que también aborda el tema de la memoria traumática, pero desde una perspectiva diferente, cercana al terror psicológico”.
¿Ha pensado volver a residir en Chile?
“Durante el gobierno de Bolsonaro el clima político en Brasil era irrespirable. Además, mi esposa y yo acabábamos de perder una hija y el culto a las armas nos dolía doblemente. No solo quise volver a Chile, sino que llegué a intentarlo. Hoy, afortunadamente, las cosas han mejorado en Brasil, pero nadie sabe lo que le depara el futuro. En todo caso, viajo a Chile todos los años, publico crítica cinematográfica en sitios chilenos y realizo muchas investigaciones académicas con colegas chilenos, así que, por fortuna, mi conexión con el país es muy fuerte”.
Escribió recientemente: «No sé lo que significa pertenecer a un solo lugar». ¿Esa sensación ha definido su vida de trotamundos?
“Sí, claro. Esa sensación es el resultado de mi experiencia de vida. Hay una dimensión dolorosa por detrás de ello, porque uno quisiera estar en más de un lugar a la vez, como en ‘Hiroshima mon amour’. Sin embargo, en la actualidad las fronteras son cada vez más fluidas, y los fenómenos de migración siempre han generado riqueza cultural. Soy un defensor de los intercambios y la hibridación. No deberíamos temerle a nada de eso. Migrar es un derecho humano”.