Dicen que todo pasa por algo. Que nada es al azar. Que lo que es para una; aunque se quite llegará y así mismo lo que no es; aunque una se ponga no lo será… Que nadie está en nuestra vida por azar y que todo de alguna forma es parte de un gran plan.
En teoría es que tooodo lo que nos pasa, sirve para que aprendamos algo. No lo sé. No imagino cómo un par de personas con las que he coincidido pueden haber sido “mis maestros”, ni menos me imagino como el parte por el que hago la fila ha venido a enseñarme algo. Aunque pensándolo bien, el carabinero a lo mejor…
La cosa es que estoy haciendo una fila y como me niego a mirar el celular como las 25 personas que me rodean, me entretengo pensando.
Está reiterativa la fila ¿no? A mí la verdad, ya no me molestan. Me acostumbré a la idea de que el mundo moderno le lleva fila y mascarilla, así que nada que hacer.
Así; filosofando paso desde el guardia súper amable que saluda, da las gracias y desea buen día, a los muchos estudiantes que con dificultad explican que buscan un sticker para su pase escolar, a reconocer como uno discrimina sin querer queriendo a la gente por cómo se ve y a lo poco que se arregla una cuando hace frio, la mascarilla tapa media cara, los lentes la otra mitad y el abrigo el resto.
Cómo el tiempo pasa y la fila no se mueve, hago memoria de la ultima vez que estuve en este edificio que ahora alberga al tribunal donde esperan que pague por un error que no cometí y que hace muchos años ocupó el trabajo en el que he sido más feliz en mi vida laboral.
No es que el que tengo ahora no me haga feliz (aunque la verdad creo que la encargada de hacerme la felicidad soy yo misma y no el trabajo en cuestión) pero este que ahora recuerdo me hizo tan requete contra feliz como no sabía que se podía ser trabajando.
Y como la fila no se mueve, hurgo en que sería aquello que me hacía tan feliz y que por estos días me falta.
Teníamos allá, una libertad increíble, coartada a ratos por un cerro de informes y algo de esas clásicas jefaturas femeninas gritonas, pero libertad, al fin y al cabo.
No había que poner el dedo al llegar y podíamos controlar nuestros propios tiempos. El Jefe confiaba en que teníamos un trabajo que hacer, que éramos los correctos para hacerlo y que lo hacíamos bien.
Los que manejábamos teníamos auto para salir a terreno. Coincidentemente estábamos a cargo de las Escuelas maaas lejanas. Rurales conectadas las llamaban. Varias de ellas eran fronterizas. A veces se comía, a veces no. A veces te esperaban con desayuno de campo, su pan amasado, sus huevos revueltos. A veces había barro en el barro y había que dejar la camioneta botada para que no patinara y continuar el camino a pie.
Al final del camino siempre había una escuela y un profe; ansioso de escuchar, feliz de compartir, deseoso de aprender. Y a una que le gusta enseñar; no podía haber mejor simbiosis.
A veces era agosto y había un aromo y todo el tiempo del mundo para parar a comerse una manzana bajo su sombra. A veces era septiembre y había flores de espino y todo el tiempo del mundo para escuchar música sintiendo su aroma. A veces era diciembre y había un esterito y todo el tiempo del mundo para bajar a mojarse los pies.
La fila se mueve y la secretaria muy amable me comenta que tengo dos opciones: genero un escrito lloroso que puede rebajar mi deuda en un 15% o voy a otro edificio a hacer otra fila para pagar de manera anticipada con un 25% de descuento.
Como llorar para obtener favores no es lo mío, oriento mis pasos a otro lugar donde seguir filosofando, donde concluyo que el secreto de mi felicidad es la libertad y donde pago los $ 65.825 que me enseñarán de una vez y para siempre a respetar los ceda el paso.
Jane Doe