La guerra de Ucrania ha traído a la memoria los peores conflictos librados durante las últimas décadas. Se activan las imágenes de la guerra de Vietnam, en la ex Yugoslavia, la invasión de Irak y Afganistán, la guerra de las Malvinas, en fin, todos los horrores del siglo pasado y del actual.
La invasión de Ucrania ha vuelto a poner el drama de la guerra en nuestra retina con sus escenas de destrucción y muerte, edificios calcinados y millones de desplazados.
Cuesta imaginar que durante muchos años Rusia y Ucrania fueron parte de la poderosa ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Y que rusos, ucranianos, bielorrusos y otras nacionalidades lucharon heroicamente para defender su tierra de la invasión de la Alemania nazi.
Svetlana Alexiévich, Premio Nobel 2015, ha recogido en su libro “La guerra no tiene rostro de mujer” los testimonios de cientos de mujeres, la mayoría de ellas anónimas combatientes, que lucharon contra el invasor. Miles de ellas perdieron la vida en el conflicto, pero algunas llegaron a celebrar la victoria sobre el bunker de Hitler en Berlín. Fueron enfermeras, conductoras, francotiradoras, tanquistas, partisanas, zapadoras. Lucharon codo a codo con los hombres contra el ejército invasor.
Después de ser aceptadas por la oficina de reclutamiento debían cambiar sus clásicos vestidos por rústicos uniformes y pesadas botas. Les cortaban el cabello y por unos años debieron usar ropa interior de varón. Dormían en covachas cavadas en la tierra, sobre las hojas en los bosques, en los árboles, en las trincheras. Las enfermeras debían retirar a los heridos antes que se desangraran en medio de las batallas. Los arrastraban sobre el lodo o la nieve. Los vendaban a toda prisa y los enviaban a la retaguardia.
Como María Yvánova: “Bombardeaban, todos echaron a correr…Yo también. Corría y oía un gimoteo: ‘Ayuda…Ayuda…’. Pero continué corriendo…Al poco empecé a darme cuenta de algo, noté el bolso sanitario colgando de mi hombro. Y la vergüenza ¡El miedo desapareció! Me di vuelta y regresé corriendo: había un soldado herido, gimiendo. Le vendé la herida. Luego pasé a otro, y a otro…Por la noche, el combate se acabó. A la mañana siguiente cayó la nieve. Bajo ella estaban los muertos…Muchos tenían los brazos levantados…hacia el cielo…Pregúnteme: ¿Qué es la felicidad? Yo le contestaré…Es encontrar entre los caídos a alguien con vida…”.
Y EMPECÉ A REZAR
La guerra cambia la vida. Nadie vuelve igual de la guerra. En medio de la muerte descubres la belleza de los amaneceres, de las flores silvestres, de una melodía en medio del campo calcinado. También se descubre que todo puede cambiar en un segundo, también los credos, las consignas:
“En el frente perdí la voz…Yo tenía una buena voz…La recuperé cuando regresé a casa. Se reunió la familia y brindamos: “Venga Vera, cántenos algo”. Y empecé a cantar…
Me fui al frente siendo una materialista consciente. Una atea. Me fui siendo una buena alumna de la escuela soviética. Y allí…Allí empecé a rezar…Antes de cada combate rezaba mis propias oraciones. Eran palabras sencillas…Mis propias palabras…Siempre decía lo mismo: rezaba por volver con mis padres. Nadie me vio rezar. Lo hacía a escondidas. Con mucha precaución. Porque…entonces éramos distintos, la gente entonces era diferente ¿Me comprendes?”. Vera Borísovna Sapguir, sargento antiaéreo.
TONTERÍAS DE MUJERES
Cuando podían se pintaban, se hacían peinados entre ellas. Ya en Alemania robaban vestidos de las casas abandonadas y se miraban en los espejos. Si las descubrían podían ser castigadas. La guerra no es un juego. Y es un drama esencialmente masculino. Había que marchar como los hombres, gritar como los hombres, caminar como los hombres. Y cargar las pesadas armas sin chistar por 20, 30 kilómetros.
“Yo estaba haciéndole las curas a un tanquista…Estábamos en mitad de un combate, todo tronaba a nuestro alrededor. Me preguntó: “Señorita, ¿cómo se llama?”. Incluso me echó un piropo. Me sonaba tan raro pronunciar mi nombre mientras estábamos rodeados por aquel fragor, aquella pesadilla. A mí siempre me había gustado cuidar la ropa, ir bien arreglada. A menudo me decían: “¡Parece mentira que hayas entrado en combate! Estás toda limpia y aseada”. Me espantaba la idea de que me mataran y quedarme allí tirada con un aspecto horrible. Había visto a muchas muchachas muertas…Tiradas en el barro, en los charcos…Bueno…Yo no quería morir así…En los refugios, durante los bombardeos, me preocupaba más por protegerme la cara, los brazos, que en esquivar la muerte. Creo que todas nuestras chicas hacían lo mismo. Los hombres se burlaban. Decían que perdíamos el tiempo en tonterías. Naderías de mujeres”, dice Zinaida Vasilievna.
SE LLAMA ANNA
La enfermera Anna permanecía junto a los heridos en medio del bosque. Llegó un aldeano desesperado que gritaba:
-Necesito ayuda, mi mujer está de parto cerca de aquí.
Estaba en la aldea, en medio de la batalla. Anna y algunos hombres siguieron al aldeano. En el suelo, sobre trapos, en medio de la más extrema pobreza una mujer gritaba. Anna la ayudó hasta que al cabo de un rato la mujer dio a luz una niña. Era la vida en medio de la muerte. Los hombres aplaudieron. Anna la siguió visitando algunas noches, hasta que llegó la orden de marcharse.
-Mi mujer pregunta cuál es su nombre, dijo el marido.
-Me llamo Anna.
-Dice que es un nombre muy bonito. Llamaremos así a nuestra hija en su honor.
La mujer se incorporó un poco, todavía no estaba para levantarse, y me dio una polvera muy hermosa, de nácar. Por lo visto era lo más valioso que poseía. Abrí la polvera y aquel olor a polvos, en plena noche, cuando alrededor solo había disparos, explotaban los proyectiles…Era algo tan…Incluso ahora se me llenan los ojos de lágrimas…El olor a polvos, la tapa de nácar…Un bebé…Una niña…Cosas tan de casa, de la vida real de una mujer. Anna Nikolievna.
EL AMOR EN LA GUERRA
Si una pareja se enamoraba, los separaban. Los jefes tenían más oportunidades. Algunas mujeres se negaron a toda relación concentrándose en salvar vidas. Eran las “hermanitas” que consolaban a los heridos, los trataban con ternura y tomaban las manos de los que agonizaban. A veces cantaban en medio de la estepa solitaria. Por las noches muchas lloraban acurrucadas en las trincheras, congeladas de frío. Los hombres las amaban, las cuidaban. Muchos perdieron la vida por salvarlas de una explosión.
Algunas parejas lograban dormir juntos y combatir juntos. Después de la guerra se casaron y festejaron. Otras se separaron, regresaron a sus hogares y nunca más se vieron. Sofía Kavich lo recuerda así: “Me enamoré de él. Iba al ataque con él, quería estar a su lado. Yo le quería, pero él amaba a su mujer y a sus dos hijos. Me enseñaba sus fotos. Yo sabía que después de la guerra, si salía con vida, volvería con ella. Vivían en la ciudad de Kaluga. ¿Y qué más da? ¡Teníamos nuestros minutos de felicidad! ¡Vivimos tanta felicidad! Aquellos momentos de regresar… vivos…de un combate encarnizado. ¡Con nadie más iba a vivir él lo mismo! ¡Era imposible! Yo lo sabía…Yo sabía que él no sería feliz sin mí. Ya no sabrá ser feliz con nadie, como lo éramos en la guerra. No sabrá… ¡Jamás! Se acabó la guerra y se acabó el amor. Como una canción…de recuerdo me dejó su fotografía…suena a locura ¡Estaba enamorada!”.
EL ODIO AL ENEMIGO
Todos y todas odiaban intensamente al enemigo. Muchas iban a la guerra para reemplazar al padre o al hermano muerto en batalla. Otras vieron sus aldeas calcinadas por el fuego y a los soldados nazis reír y festejar. Por eso cuando entraron a Alemania tantos hombres violaban a las mujeres, especialmente después de beber alcohol. Era una forma de venganza, de humillación máxima para quienes habían mancillado su patria. Pero a pesar del odio profundo algunas mujeres dieron de comer a los prisioneros hambrientos y se apiadaban de los niños que las rodeaban asombrados.
“En Stalingrado…Una vez salvé a dos heridos al mismo tiempo. Cargaba con uno, le arrastraba unos metros, y luego volvía a por el otro. De pronto descubrí que estaba arrastrando a un tanquista de los nuestros y a un alemán…Me quedé petrificada: nuestros soldados morían y yo salvando a un alemán. Sentí pánico … ¿Qué hago ahora? Arrastraba a nuestro herido y pensaba: ¿Vuelvo por el alemán o no? Comprendía que, si le dejaba, pronto moriría desangrado…Regresé a por él. Y continué arrastrando a los dos…Fue en Stalingrado…El combate más terrible. Más que cualquier otro. Querida mía…Es imposible tener un corazón para el odio y otro para el amor. El ser humano tiene un solo corazón, y yo siempre pensaba en cómo salvar el mío”. Tamara Stepanóvna, cabo mayor de guardia, técnica sanitaria.
DESPUÉS DE LA GUERRA
Las mujeres de la guerra contra los nazis lucharon, murieron y vencieron. Después regresaron a sus aldeas destruidas. Algunas ya no tenían familia. Los hombres habían muerto en los combates y las madres y abuelas habían muerto de hambre.
Las que sobrevivieron a los campos de exterminio debieron vivir bajo sospecha. ¿Por qué no habían muerto? La guerra las marcó para siempre. Algunas para valorar la familia, los hijos, las cosas simples del hogar. Otras para rechazar la sangre, el dolor, la muerte. Muy pocas fueron valoradas y reconocidas. A muchas las rechazaron tratándolas de prostitutas, de mancebas, de concubinas.
Por ahora poco sabemos de su rol en Ucrania, pero sin duda entre las tropas y los civiles que resisten e invaden no faltan las “hermanitas” que consuelan, acarician, abrazan, cantan y lloran en medio de las bombas y los gritos de esta nueva tragedia humanitaria.
“Mi hermano regresó en 1947, a mi padre no le encontramos…Hace poco fui a ver a mis amigas del frente de Ucrania. Viven en un pueblo cerca de Odesa. En la plaza central del pueblo hay dos obeliscos: la mitad de la población murió de hambre, y los hombres cayeron todos en la guerra. ¿En Rusia cree que alguien se ha atrevido a contabilizar a todos los que murieron? A lo mejor si pregunta a los pocos que sobrevivieron…Hija mía, para contar nuestra Historia hacen falta centenares de personas como usted. Para describir todos nuestros sufrimientos. Nuestras incontables lágrimas. Ay, hija…”. Nastasia Aleksándrovna, enfermera de quirófano.
Testimonios de dolor y amor en medio de la barbarie. Habíamos llegado a pensar que las grandes guerras ya no volverían después de todo lo vivido, al menos en Europa. La invasión de Ucrania nos ha vuelto a la dolorosa realidad. Los seres humanos aprendemos poco del pasado y una y otra vez repetimos los mismos errores y los mismos horrores. Miles de muertos, heridos y familias destrozadas por un trozo de tierra, la obsesión del pasado, las oscilaciones de la geopolítica.
Svetlana Alexiévich y sus cientos de testimonios sobre este y otros temas candentes nos recuerdan que la era de paz, prosperidad y libertad para todos todavía no llega. Y que debemos mantenernos siempre alertas porque el autoritarismo, la guerra y los genocidios nos acecharán mientras la vida y los derechos de las personas no sean el centro de nuestros afanes.