Esta idea añeja, simboliza y externaliza un comportamiento común, inconfundible y muy validado en nuestra sociedad que, llevado a la formación o educación en valores que le estamos entregando a nuestros hijos/as, resulta en un perjuicio flagrante y muy demostrativo de lo que “no debemos hacer” como formadores. Como individuos pertenecientes a una sociedad, aportamos tantos mensajes contradictorios diarios que normalizamos conductas negativas que deberíamos desterrar. ¿Por qué justificamos la “picardía” o la supuesta broma insultando a otro ser humano?
Lanzar una broma a otro tiene simpatía, hasta el momento en el que esa persona no se siente parte del chiste y no se siente bien con aquello… parece tan simple, pero tan difícil de practicar. En ejemplos como estos, comenzamos a desvalorizarnos o devaluarnos frente a las/os niñas/os, asumiendo malas prácticas que exhiben a su vez escasas habilidades sociales y emocionales de los adultos. Si no somos asertivos al comunicarnos, si trabajamos egoístamente, si no existe empatía con un árbitro/a deportivo o un deportista y lo insultamos no importando si hay niños, si buscamos siempre ganar “a como dé lugar”, cabe preguntarse entonces; ¿En qué medida estamos siendo un ejemplo para las siguientes generaciones?
Como adultos debemos asumir nuestra responsabilidad de ser educadores. Sabemos que una palabra poco asertiva, un mal gesto, una mirada distante o una postura corporal que demuestre poco interés, igualmente comunica. Si no lo entendemos y nos relajamos, repetimos el ciclo de malas prácticas valóricas. Cuando uno de los principales mecanismos de aprendizaje es por imitación, una “chuchada a un árbitro” es un insulto directo a una niña/o que observa atento y se ríe porque estará imitando esa conducta. Positivos o negativos, somos ejemplos, modelos y guías en todo momento. Aprópiese o desentiéndase de ese papel. Usted decida.
Claudio Arancibia Campos. Máster en Psicología del Deporte y la Actividad Física y ex – deportista profesional.