En un contexto donde la capacidad de acordar proyectos colectivos y visiones compartidas se ha debilitado, nos refugiamos en agendas cortas y de impacto inmediato. En las ciudades, esto se refleja en la creciente tendencia de convertir eventos en el centro de la agenda pública. En mi ciudad, por ejemplo, se celebran dos grandes eventos: la «fiesta» del Chancho y la «fiesta» de la Independencia. Durante unas horas, estos eventos transforman la ciudad en un espacio lleno de vida, pero una vez que terminan, solo queda el silencio y una gran cantidad de basura.
Los eventos no son negativos en sí mismos, pero cuando se presentan de manera aislada y sin conexión con un proyecto más amplio, se reducen a simples espectáculos. Según el filósofo Guy Debord, el espectáculo es un reflejo de una sociedad donde las relaciones entre mercancías reemplazan las relaciones humanas. En estos eventos, asistimos, pero no participamos realmente; el espectáculo es el reino de la apariencia.
Cuanto más masivo sea el evento, mejor, y si es transmitido por televisión, aún mejor. El dron captura imágenes mientras la gente mira al cielo, esperando la fotografía que será portada al día siguiente. Pero todo es un espejismo. Los eventos urbanos crean la ilusión de estar logrando algo importante y trascendental. Imagino que las autoridades, al día siguiente, sienten que han cumplido su tarea. Y aunque estos eventos requieren una enorme cantidad de energía y recursos, no se puede gobernar basándose solo en ellos ni convertirlos en el eje de la vida urbana. Los eventos no constituyen una política pública.
Algunas ciudades se han transformado en «ciudades-evento», y la mía corre ese riesgo. Las autoridades (y muchos ciudadanos) prefieren evitar enfrentar los problemas de fondo, utilizando los eventos como una forma de escapismo para olvidar dificultades que se han vuelto normales: transporte público deficiente, expansión urbana sin control, deterioro de los centros urbanos, desigualdad en la distribución de servicios, mala gestión del arbolado y la invasión de los automóviles en espacios públicos, entre otros. Existe poco interés en fomentar nuevas formas de vida urbana, mejorar los barrios, educar, crear bienestar o disfrutar colectivamente.
El predominio del espectáculo urbano revela el agotamiento de la democracia local y la falta de capacidad para gobernar con creatividad y convocar a la ciudadanía a construir proyectos comunes. Esta técnica de gobierno desmoviliza y alimenta la desesperanza. Como decía Henri Lefebvre, el dominio de los eventos muestra nuestra incapacidad para transformar la ciudad y para transformarnos a nosotros mismos.
Lo opuesto al evento es la apropiación activa y creativa del espacio público por parte de las personas. En este caso, no somos espectadores, sino participantes. Frente a la política del evento, existe un contrapeso en las múltiples formas de animar la vida cotidiana: en las fiestas y celebraciones barriales, en la ocupación creativa de plazas y parques, en el partido de fútbol del domingo, en los juegos infantiles, en la feria de pulgas y en diversas expresiones comunitarias. Estas actividades escapan al espectáculo; no son solo apariencia, sino experiencias vividas. Por cada peso que un municipio invierte en un espectáculo, debería destinar cuatro en promover y sostener estas formas de expresión. Nuestros espacios locales necesitan menos política del evento y más política del encuentro.
Francisco Letelier Troncoso
Universidad Católica del Maule – CEUT