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La oportunidad de Bachelet

Cuando se observa la lucha femenina por lograr la plena igualdad de derechos respecto de los hombres, no puede menos que concluirse tres cosas: Que ha sido una lucha desigual, apasionada y ennoblecedora. Que aún es un proceso inacabado. Y que, lamentablemente, se trata de un camino en que se observan avances, retrocesos y desvíos.

La primera afirmación, una lucha desigual, no requiere mayor abundamiento, sobre todo, si recordamos la desmedrada situación de las mujeres en época previas al siglo XX. La pasión, sea que entendemos el concepto en alusión a los innumerables padecimientos, tampoco necesita ilustrarse mucho. Y si lo entendemos como el ímpetu, el fervor y el entusiasmo con que, por ejemplo, las sufragistas pugnaban por su derecho a voto a inicios del siglo pasado en Europa, en Norteamérica o en Chile, los ejemplos son innumerables y vehementes.

La segunda afirmación, que se trata de un proceso inacabado, tampoco requiere de una abundancia de ejemplos. Baste pensar en la brecha salarial, la considerable distancia que separa las remuneraciones que se paga a hombres y mujeres por labores y cargos semejantes, u observar la menor presencia femenina en directorios o cargos gerenciales en empresas, sea en Chile o en el mundo más desarrollado. Si partimos de la premisa de una igualitaria repartición de los talentos entre géneros, tampoco podría afirmarse que el proceso ha finalizado, con éxito, si observamos la participación femenina en el mundo científico, político o artístico. Falta aún mucho recorrido en este camino integrador.

Pero es la tercera conclusión la que interesa destacar hoy día. Que, en este proceso de búsqueda de una plena igualdad de derechos entre hombres y mujeres, se aprecia notorios avances, pero también se producen lamentables retrocesos y desvíos distractores del objetivo igualitario fundamental. Cosas tan simples como andar en bicicleta o salir de compras, como conducir un automóvil o reír a carcajadas, como usar zapatos con tacos o mirar por la ventana, ya no podrán hacerlas las mujeres en Afganistán. Tampoco podrán hacer cosas más complejas y fundamentales como estudiar, trabajar fuera de su hogar o hablar con varones que no sean de su familia, de acuerdo con las estrictas normas que el grupo fundamentalista musulmán Talibán aplicó en aquel país, en los años en que estuvieron en el poder, y al que ahora han regresado.

Cuando hace algunos meses el nuevo Presidente norteamericano informó su intención de retirar la totalidad de las tropas que su país había destinado a Afganistán, los analistas de todo el mundo se dedicaron a comentar, desde sus respectivas posturas, lo positivo o negativo de tal decisión. Siempre, en todo caso, lo hicieron pensando nada más que en el tablero geopolítico mundial. En cómo tal retirada afectaría el equilibrio de fuerzas, los precios del petróleo o de qué manera tal determinación podría contribuir al (des)prestigio norteamericano. Algunos, yendo un poco más allá, consideraron que la decisión ofrecía una oportunidad a la comunidad islámica de aquella región para hacer las cosas bien y separarse de la imagen retrógrada e intransigente que se tiene del fundamentalismo musulmán. Tristemente, nadie, o casi nadie, pensó en que el regreso de los talibanes al control de la sociedad afgana provocaría un retroceso de décadas, siglos más bien, en el camino hacia la plena igualdad de hombres y mujeres que, casi todos los pueblos del mundo, a diferente ritmo y con distinta profundidad, están recorriendo desde hace más de un siglo.  Por eso, los angustiosos llamados de auxilio que las mujeres afganas han dirigido a occidente merecen una respuesta más precisa y concreta que las insulsas declaraciones a que los organismos internacionales nos tienen habituados.

La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que suele hacer de la defensa de tales derechos algo habitual en sus discursos, tiene ahora la oportunidad de ir más allá y demostrar su compromiso con quienes verdaderamente, la necesitan.

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