Hoy recibí una placa metálica con la figura de uno de los patronos de todo poeta dispuesto a explorar la intemperie y coquetear con las visiones o la locura, esas dos caras de la misma moneda.
Hablo, por supuesto, de Arthur Rimbaud, ese adolescente francés que escribió una obra fulminante y luego se fugó al desierto de Etiopía. Nos legó sus visiones, las supernovas encapsuladas de su prosa poética y el misterio de su silencio. Ha pasado tiempo desde que lo releí, pero nunca lo olvido. Los silencios literarios voluntarios son acaso más potentes que las obras más espléndidas. Es como si un artista prometedor del sur de Chile de pronto decidiera perderse en el desierto de Atacama.
El desierto, ese vasto eriazo donde la arena y el cielo conforman un país imaginario y despoblado, es quizá el último refugio del silencio y la lucidez visionaria. Si no pregúntenle al fotógrafo Sergio Larraín, ese cazador de satoris cotidianos que se retiró allí en busca de la experiencia espiritual, o a Saint-Exupéry, cuyo extravío en el Sahara lo ayudó a engendrar el Principito. Nos vendría bien pensar en ese gesto, habitar nuestro desierto y restar estímulos: sacrificar el ruido, abrazar el silencio.
Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur. Actualmente reside en la ciudad de Puerto Varas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook Poiesis, 2021). Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
