Cuando el fútbol va más allá de sí mismo, cuando se expande y no es solamente el abyecto negocio que genera el tráfico de más de 600 mil millones de dólares por año (podría ser considerada la decimoséptima economía mundial con un PIB cercano al de los Países bajos según la consultora norteamericana Deloitte en su informe “Football Money League”, 2021); cuando es capaz de subvertir, por un momento –desde la decencia de un juego que emancipa, ennoblece y deriva en una cierta justicia– al régimen administrativo condensado en la FIFA, probablemente una de las instituciones más corruptas del mundo y de la historia, entonces sí, es el “deporte rey”; el que ha permitido restablecer, en lo simbólico pero no por eso menos importante, el orgullo de un pueblo al cual se le alienó de su identidad, se le arrebataron territorios y mataron a millones.
Esto es lo que pudimos ver en los cuartos de final de la copa del mundo de Qatar, partido en el que Marruecos, por penales, eliminó a España. Pero esperemos.
Es cierto que han existido hitos deportivos impactantes a nivel político-cultural y que han sido definitivos para dar curso a nuevos momentos y procesos históricos. Por ejemplo, el triunfo de la selección nacional de rugby sudafricana (Los Springboks) en el mundial 1995 celebrado en ese mismo país y que, por encima de la gloria deportiva, fue el símbolo más efectivo de que una potencial reconciliación entre negros y blancos era posible abriéndose, así, el umbral hacia una suerte de nueva conciencia histórica. Fue uno de los más importantes hitos del gobierno de Mandela al tiempo que una excepcional estrategia política de reunificación. Esta epopeya no acabó, por cierto, con el racismo que le va adherido a la sociedad sudafricana y al día de hoy todavía sobrevive el virus colonialista y el instinto del blanco “superior”. No obstante, después de ese partido, es justo decir que Sudáfrica no fue la misma.
Un ejemplo más de otro momento deportivo no asociado al fútbol que vale relevar (hay muchos, pero no hay espacio para todos en una columna), fueron las cuatro medallas de oro en el atletismo que el afroamericano Jesse Owens obtuvo en los juegos olímpicos de Berlín en 1936. Con Hitler y Goebbels en las galerías apunto de vomitar, Owens les enrostraba que la supuesta superioridad de la raza aria no era más que el delirio surgido en la zona más oscura de la mente de un monstruo y que, si bien en los campos de concentración podían asesinar a millones por su origen religioso, étnico u orientación política, sexual o de lo que sea, en la pista ganaban ellos y ellas, las víctimas, las/os muertas/os.
Si volvemos al fútbol, según mi opinión –advierto que nada tiene de objetiva porque me considero un admirador medio fanático “del Diego”– fue lo que hizo Maradona en México 86. La historia la conocemos de memoria; la del mago tramposo, del genio zurdo con conciencia histórica que, en dos jugadas, una ilegal y la otra una obra de arte, eliminó en cuartos de final a Inglaterra; país que solo 4 años antes le había quitado de un manotazo parte de su país. Es cierto, como dijo una vez Diego, que ese partido no devolvería a los argentinos muertos, pero que, sin armas y con las mismas armas dentro de una cancha de fútbol, ganaban ellos. Esto fue más que suficiente para rehabilitar la maltrecha dignidad de un pueblo y volver a reconocerse como un suelo que, gracias a su héroe, “se regó de gloria”.
Nada tengo contra el pueblo español, absolutamente nada, por el contrario. Es un pueblo que ha sufrido guerras terribles, que fue perforado por la furia fascista y que también ha sabido del hambre y de la miseria. Todo de cara a una monarquía y su nobleza proclive que por siglos ha comido caviar y tomado champagne mientras el pueblo mismo ha masticado nada más que aire.
Pero el imperio español es otra cosa y se suma a la cadena de países imperialistas europeos (Bélgica, Francia, Reino Unido, España, Portugal, Alemania, Italia, Rusia, Dinamarca) que vieron en África el motín perfecto para extender su dominio y favorecer sus rutas “estratégicas”. En breve, el imperialismo o colonialismo supone que, mediante la fuerza, se anexan a otros pueblos apropiándose de sus territorios, generando de esta manera nuevos órdenes sociales, políticos y económicos, frente a los cuales los pueblos invadidos deben someterse y, entonces, dejarse gestionar apareciendo de esta forma comunidades violadas, desgarradas por el afán expansionista y que, a final de cuentas, se ven forzadas a capitular y a abandonar su órbita territorial y cultural, replegándose en los bordes permitidos por la dominación.
No soy un experto en la materia, pero entiendo que si bien el “protectorado” español sobre Marruecos comienza en 1912 y se extiende hacia fines de los años 50, los intentos de expansión española y portuguesa en el norte de África datan del siglo XV con la dinastía de los borbones, en ese tiempo representada por los reyes católicos. Por otro lado, ya en el siglo XIX los imperios europeos comienzan una progresiva ocupación de territorios que terminan, en el caso de Marruecos, por formalizarse en 1912 donde este país pasa a formar parte, “formalmente” de la protección española. Esto duró casi 50 años. Durante todo este período hubo muchas revueltas contra los invasores e, incluso, guerras, siendo la del Rif (1911-1927) la más conocida y que dejó decenas de miles de muertos además de la disolución de la República del Rif por parte de la acción militar española-francesa. Con todo, En 1956 Marruecos se independiza de Francia y España y pasa a ser una nación soberana.
Ayer Marruecos no solo ganó un partido de fútbol ni se transformó en el cuarto equipo africano en clasificar a los cuartos de final de la copa del mundo (antes Camerún, Senegal y Ghana), sino que su triunfo representa a generaciones de seres humanos usurpados, invadidos y abusados que, probablemente, ya no están pero que, seguro, hubieran repletado las calles de Rabat, Marrakech o Tánger; son la expresión de una justicia que, insisto, aunque no devolverá las décadas o siglos de colonialismo, representa la emancipación de los pueblos y evidencia a los invasores.
Digamos con toda claridad que los jugadores españoles no tienen culpa de que su país haya sido un imperio con delirio expansionista, sin embargo, lo que ocurrió ayer en la cancha del Education City Stadium de Al Rayyan, oxigena esperanza y permitió que una bandera flameara sin permutas ni condiciones de ningún tipo, solo con la noble libertad que da un partido de fútbol cuando se transforma en un hito histórico y un símbolo político.
Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía
Universidad Católica del Maule