Debe ser frustrante para un profesional de la salud, de cualquier área, no conseguir, pese a sus esfuerzos, sanar las dolencias de un paciente. El oftalmólogo que no logra que su paciente vea bien, el dermatólogo cuyo paciente sigue con la alergia o el odontólogo que, pese a conductos y otras técnicas, no consigue preservar la muela, deben sentirse tremendamente frustrados. Es que hay veces en que las dolencias son más fuertes y porfiadas que los empeños profesionales por curarlas.
Eso he pensado yo en estos días de tantas turbulencias, cuando presenciamos por doquier una severa pandemia de sordera. Hoy, pareciera que muchos hablan, algunos hasta gritan, pero pocos escuchan. Y esta hipoacusia, como me dicen que se dice a la sordera, afecta con especial saña a los miembros del órgano a quien encargamos que redacte un proyecto de nueva Constitución.
Ya comenté anteriormente que mis ilusiones democráticas se complacieron cuando me enteré de la decisión de la Convención Constitucional en orden a recibir “iniciativas populares”. Por primera vez, pensé, se escuchará realmente al pueblo. Entusiasmado, hasta firmé una de aquellas propuestas populares, convencido que, si era suficientemente respaldada, se vería plasmada en la eventual nueva Carta Fundamental. Se entenderá, entonces, mi tremenda desazón cuando, por la prensa, me enteré que aquella iniciativa no era considerada por la comisión respectiva de la Convención. Es más, ninguna de las iniciativas de mayor respaldo fue incorporada al texto que están redactando. O sea, la Convención dijo que escucharía al pueblo, pero al final no lo hizo.
¿Estarán sordos los convencionistas? ¿Padecerán de una severa hipoacusia?
Por lo anterior, entonces, como la Convención tiene recursos, aportados por todos los chilenos que pagamos impuestos, supuse que deben haber recurrido a ayuda profesional. Total, el presupuesto para asesorías es sustancioso y, seguro, alcanzará para contratar al mejor fonoaudiólogo del país, me dije. El caso lo justifica, sin duda alguna. Sin embargo, pasados unos días, semanas más bien, no veo mejoría alguna en el problema. La Convención sigue tan sorda como antes. ¿No se habrán tomado los remedios, digo yo? Tal vez, pienso, el trabajo tan intenso que han desarrollado estas últimas semanas les ha impedido seguir las indicaciones del fonoaudiólogo y eso explica que, pese a la intervención del profesional, el padecimiento siga igual.
Lo cierto es que la Convención, pese a las iniciativas populares, a los innumerables artículos especializados, a las entrevistas de connotados expertos, al peso de la tradición bicentenaria en ciertos tópicos y a cualquiera de las opiniones críticas que abundan, insiste en su camino demoledor, soberbio, refundacional, intolerante y revolucionario (así, con varios adjetivos, como gustan los convencionistas). Porque, está demostrado, el órgano en cuestión no escucha a nadie. Ni siquiera a quienes, suponemos, debieran ser sus referentes privilegiados, que hoy están en el gobierno, los que observan, con desesperación, cómo la propia Convención abona el camino del rechazo en el plebiscito de salida de unos cuantos meses más. Sea en la estructura del sistema político, que por estos días están tratando infructuosamente de armar, sea en “los sistemas” de justicia, con que pretenden remplazar al Poder Judicial, sea en los pretendidos derechos de los animales, de la naturaleza, del infinito y más allá, los convencionistas insisten en escribir en su proyecto, su opinión, toda su opinión y nada más que su opinión. Como si no hubiera otra, documentada, reflexiva, experta y más racional.
Lamento la frustración que seguramente embarga al fonoaudiólogo que, supongo, intentó remediar la inconmovible sordera que exhiben tantos miembros de la Convención. Pese a los saberes y los esfuerzos del profesional, los pacientes en cuestión insisten en la tozudez y obstinación que les observamos cada día. Es que, dicen, no hay peor sordo que aquel que no quiere oír.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho