En Chile se configuró un sistema bipartidista que agrupó a los partidos políticos como resultado de la transición democrática. Dos coaliciones permitieron una discusión política con partidos acotados y tradicionales, cuyos principios ideológicos eran claros y conocidos por la ciudadanía, configurando un espectro político clásico de derecha, centro e izquierda.
En la actualidad, somos espectadores de una primavera política con bulladas renuncias a viejas militancias y el florecimiento de nuevos partidos que ya no encajan en los ejes históricos y que podríamos calificar como un pluralismo amplio, emergente y polarizado.
Sin embargo, el fenómeno no es reciente. Revisando la historia política, a fines del siglo XIX los partidos fueron instrumentos para canalizar y controlar la movilización social, una instancia que medió entre la base social y el Estado. En la década de 1970, el régimen político era bastante polarizado, con cinco partidos principales y otros menores, pero buscaba los consensos y tendía al centro hasta la crisis democrática de 1973 y que llevó al cierre del régimen político vigente. La Ley Nº 18.603 de 1988 permitió la reapertura del sistema y para 1989 se constituyeron cuatro partidos. En 2008 existían ocho partidos.
La proliferación actual comienza en 2010 y ya en 2012 contábamos con 17 partidos legalmente constituidos, dando cuenta de una representación de nuevos intereses, movimientos sociales y regionales, reconfigurando y ampliando el sistema de partidos dominante hasta esa fecha.
En la actualidad, los registros del SERVEL dan cuenta de 15 partidos efectivamente constituidos y 11 partidos en formación, sobrepasando con creces los máximos históricos.
Las cifras indican que la emergencia de nuevos ejes tiene más de una década, los intereses específicos y acotados también, con partidos que se han constituidos y otros no han perdurado. Pero ¿cuál es la diferencia con el escenario actual más allá de la cantidad?
Ciertamente que no son los movimientos emergentes, sino la reconfiguración de fuerzas emergentes que provienen de las filas de partidos más tradicionales. La novedad parece no ser una profundización de la democratización que incorpora nuevos sectores a la representación popular, sino la fragmentación y reconfiguración de los ejes históricos del régimen político chileno. Ahora habrá que ver que tan viable resulta un régimen político tan disperso, qué capacidad negociadora tendrá y si estará a la altura de los debates profundos que requieren los cambios que la sociedad demanda. O por el contrario se quedará en los particularismos identitarios, la conquista del espacio electoral, generando un vacío de poder y debilitando la democratización.
Dra. Lorena Araya Silva
Directora Observatorio de Políticas Públicas
Universidad Autónoma de Chile