Pasando frente a un conocido local de comida rápida que no identificaré, pero cuyo nombre comienza con M y termina con Donald’s, en la esquina y al compás del semáforo y bajo un sol inclemente, una joven presumiblemente chilena y cubierta de múltiples tatuajes, hacía contorsiones y malabares con un aro, logrando escaso éxito pecuniario. Mientras, a la sombra, el compañero de la malabarista degustaba una lata de cerveza sentado junto a unas mochilas y el perrito de rigor. En la otra esquina, obtenía menos réditos aún, un señor a quien he visto por años fuera de un supermercado cercano, que solicitaba “ayuda para los cesantes talquinos” según rezaba una caja de cartón que extendía frente a las ventanillas de los automovilistas, impasibles.
En la misma esquina, sobre la vereda y bajo quitasoles ineficaces, cajones con tomates, zanahorias, pimentones, mandarinas, papas y melones. Frutos del país, mal pronunciados, pero bien vendidos por sendos haitianos que hace unos meses se desplazaban en triciclo y ahora ya llegan en pequeños vehículos eléctricos.
Un poco más allá encontré un grupo bastante numeroso de muchachos que, en motos o bicicletas, hacen reparto a domicilio (que hoy los chilenos llaman Delivery). Era imposible no escuchar sus diálogos porque, al parecer, los cascos protectores les han dañado el oído y potenciado la garganta. Por eso, y por su acento, supe que allí había algunos colombianos, otros venezolanos y un tímido haitiano que era el único que no vociferaba. Todos inmigrantes, prestos a tomar su moto y distribuir la Fast food, que le dicen en Chile. Parecían contentos, más allá de su carácter naturalmente alegre, y deseosos de subir a la moto y emprender veloz rumbo a la comisión o la propina.
Con unos cuantos pasos más, ingresé a uno de los múltiples y enormes comercios que otros inmigrantes, chinos, han abierto por doquier. La temperatura y el alcohol gel de la entrada estaban a cargo de otro inmigrante, un muchacho venezolano que se complicaba con las preguntas que le hacían los clientes locales: “¿aquí hay perros pa’ la ropa?, ¿tienen manteles con copihues?, ¿venden vasos pa’l mote con huesillos? Yo creo que ya nos está haciendo falta un diccionario chileno-caribeño. O una aplicación, que traduzca automáticamente nuestros modismos a lenguas tropicales. Dejo la idea, pero me reservo la autoría, “por siaca”. Las abigarradas estanterías de la tienda, llenas de objetos tan coloridos y brillantes como innecesarios y pueriles, permitían sentir lo que los indígenas americanos sentían cuando los conquistadores les ofrecían cuentas de colores, espejitos y chucherías similares. Cosas bonitas, brillantes, coloridas, pero poco útiles. Ordenaban el desorden que los clientes provocábamos en las mercancías, tres muchachas cuyos diálogos, permitían saber que dos eran venezolanas y una, a juzgar por unos modismos irreproducibles, colombiana. Trabajaban incansables, pendientes de reparar el desorden, escribir en su celular y dialogar con sus compañeras, en partes más o menos iguales.
Elegido el superfluo adminículo que buscaba, me dispuse a pagar. En la caja había fila. El señor que recibía el dinero y, a veces, emitía una boleta (no Factura, porque cuando alguien exigió este documento por su compra, él dejó de entender castellano), por supuesto era oriental, supongo que chino. Me antecedía en la fila una pareja de haitianos. Ella, lucía orgullosa sus compras: una especie de alfombra negra con pelos largos, un cubrecama liviano (colcha decía mi abuelita, pero ahora los chilenos dicen quilt) de esplendorosos colores caribeños para contrastar con la alfombra, colgadores de ropa, un ventilador, dos cojines con el Viejo Pascuero (chileans say Santa) y una pala de basura. Al momento de pagar, ella delegó el trámite en su acompañante quien, orgulloso, pronunció casi clarito, “con tarjeta”. Y como ella era quien se manejaba en el dialecto local, siguió respondiendo las preguntas del oriental: ¿débito o crédito? ¿cuántas cuotas? (era crédito), ¿desea imprimir el comprobante? Finalmente, con dificultades mezcladas con entusiasmo, pusieron sus compras en unas bolsas grandes (que debieron comprar) y se fueron. Se notaba en ellos la satisfacción de las que podrían ser sus primeras compras para un hogar que, supongo, estaban iniciando.
Pagada mi exigua compra, salí del local con varias reflexiones. Primero, para miles de inmigrantes no creo que hayamos sido el asilo contra la opresión, pero al menos sí contra la miseria y el desempleo. No seremos la copia feliz del Edén, pero al menos somos un lugar de esperanza. Segundo, que el objetivo del inmigrante, hoy y antaño, sigue siendo trabajar, emprender, esforzarse y crecer. Y, por último, que los autóctonos debemos dejar las lamentaciones, los reclamos y la soberbia, y contagiarnos un poco del ánimo, el coraje y el ímpetu de los inmigrantes que nos han traído colores, frutas y ganas y empeños nuevos.
Luego, caminé hacia el Paseo Peatonal, a ver si hallaba población local.