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MIL BOMBAS DE FUKUOKA: CRÓNICAS DE JUVENTUD por Franco Caballero

Ver estos carteles que se repiten en las calles haciendo alusiones a capítulos de la biblia, me rememora años atrás cuando la juventud convulsionaba la sangre y las ideas no residían en las palabras, sino que en los actos a través de pequeñas intervenciones en la ciudad. Influidos por la obra de Alfredo Jaar, o por películas como Ora o mai piu. En aquellos tiempos de delicada ingenuidad queríamos llenar de flores los espacios más grises consiguiendo mil bombas de Fukuoka para forestar de colores los espacios que la urbe ofrecía. Estas bombas eran pelotas de arcilla con abono y una semilla adentro, creadas por un agrónomo japonés de dicho apellido para hacer crecer flores o plantas sin necesidad de preparar la tierra previamente. Queríamos conseguir mil, estudiábamos por hacerlas con el plan de llenar de flores amarillas el bandejón triangular del entonces reciente cruce entre la nueva circunvalación, avenida Ignacio Carrera Pinto y la Carlos Schorr. Queríamos que pasaran los autos al día siguiente y vieran todo un triángulo entero convertido en petunias.

Qué bellos años donde buscábamos inspirar a la gente, otorgar pequeños y sutiles impactos entre los transeúntes que le alegraran el día. Recuerdo una vez, cuando las noches eran tan largas, que hicimos carteles, los estuvimos diseñando y pintando hasta tan tarde y los fuimos a colgar por la ciudad cuando ya casi amanecía, corriendo de un lugar hacia otro como si alguien nos fuese a decir algo, como si estuviésemos vandalizando la ciudad. Recuerdo dos de ellos, uno que decía “Yo quiero que tú quieras” con letras plateadas en un fondo púrpura colgado en el cuello de La Quimera de Nicanor Plaza frente al Club Talca, y otro que decía “La vida es hoy” en contrastes de amarillo y azul colgado a la estatua de Manuel Larraín frente a la catedral. Esto fue hace más de una década, cuando el mundo se nos hacía un gran enigma y nos divertía conocerlo. Recuerdo el día siguiente, era domingo. Ni se nos ocurrió juntarnos de nuevo e ir a ver los letreros, nos olvidamos en cierta forma. Llegó la tarde, alrededor de las cinco porque sonaban las campanas de la iglesia, me acuerdo ir caminando pausado por la diagonal, el sol brillante de la primavera y la plaza de armas repleta por motivos de unos desfiles escolares y “la vida es hoy” iluminada en su altura, resplandeciente como un lucero a plena luz del día. Seguí caminando hacia la dos sur por supuesto y “yo quiero que tú quieras” el lema para encender la voluntad intacto como si fuese una prenda más de la Adela inmortal como según Augusto D’Halmar se llamó la modelo de Plaza.

Al regreso a casa, pasé nuevamente por la plaza y el letrero justo lo habían sacado, ya no estaba, y de tincado me puse a revisar los basureros hasta que lo encontré bien metido adentro de uno de los tachos, pero intacto, victorioso después de haber estado todo el día en vitrina. Así mismo pasó cuando plantamos un Quillay en pleno césped de la universidad, y pensábamos que si pasaba el día completo nos sentiríamos satisfechos, y estuvo años, e incluso algunos creen que todavía persiste luego de trasplantarse. Jugábamos tanto. Recuerdo saliendo del Tuareg con un globo al aire, que no tocara el suelo, típico juego, y empezamos a avanzar cuadras y cuadras, era bien tarde y el diario El Centro en la 4 oriente estaba con las luces encendidas y de pronto el globo caía a su pasillo y uno de nosotros se lanzó en sacrificio contra las puertas de vidrio que casi se rompen, nos salieron a retar por tremendo boche. Obviamente llegamos a puerto, el clandestino de Las Heras, como de costumbre, con el globo intacto. En el mismo Tuareg con otro grupo recuerdo haber terminado de elegir la solemne directiva y de pura dicha ponernos a jugar a las escondidas. Nos metíamos en cada rincón ocultos con la pasión del juego, hasta detrás de la tía Gloria nos escondíamos.

Una noche, ya tarde, sacamos todos los cojines de la casa, todas las almohadas de las camas, todas las frazadas y nos pusimos a bailar sin zapatos, éramos varios, nos caíamos unos sobre otros mientras amanecía y el día ya fue más que incipiente, entre empellones y danzas comenzamos a sentir la letanía de los cisnes que poco a poco fueron desprendiendo las plumas de su vestimenta hasta quedar transparentes en el medio recibiendo lo que la vida hizo de la luz y lo que Silvio llamó el hueso universal del ser humano. Recuerdo que en silencio, nos recogimos en las alcobas y dejamos florecer la semilla inesperada del amor de esa nueva pareja que parió el tumulto.

Franco Caballero Vásquez

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