Pareciera que, ante cualquier problema, sea de la naturaleza que sea, su verdadero origen está en la educación. Se trate de conflictos políticos, dilemas morales, dificultades económicas, asuntos policiales o desastres ecológicos, siempre se concluye que la raíz de la cuestión reside en ciertas faltas en la formación de las personas y que, la única forma efectiva de solucionarlo está en la educación. Así, los numerosos casos de corrupción que, en variados ámbitos y con distinta intensidad, estamos descubriendo cada día, se deben a una deficiente formación valórica de los sobresalientes involucrados. Se dice que aquellos que estafan, se coluden, evaden, escamotean o mienten, no recibieron de sus educadores la sólida formación moral que les habría hecho inmunes a los estímulos perversos y a las viles tentaciones en que cayeron. Debe ser por eso que, hace un tiempo, se condenó a algunos próceres a recibir las clases de ética que, seguramente, les hicieron falta para resistir esos impulsos.
Algo muy similar ocurre con aquellos que, con acciones u omisiones, dañan nuestro medioambiente. Se dice que, seguramente, ninguno de los dueños de aquellas empresas que contaminan la tierra y el mar tuvieron un educador que les explicó que eso está mal. Tampoco alguien enseñó a quienes ensucian el aire o emiten ruidos estridentes que eso causa un daño a los ecosistemas y hace de nuestro mundo un lugar más difícil de habitar. Nadie explicó a los que vierten residuos venenosos en las aguas o desechan elementos tóxicos en su basura, que esa contaminación afectará a todos, incluso a ellos mismos. ¿Alguien explicó a quienes violan la ley, se apropian de lo ajeno, vulneran la integridad física o quebrantan la salud mental de otros, que todo eso atenta contra los derechos, la dignidad o la vida del prójimo? ¿Hubo alguien que les enseñó aquello de “no hacer a otros lo que no quisieras que te hicieran ti”? Probablemente nadie explicó a estas personas que violar las normas es transgredir las bases mismas de la sociedad en que se vive. Y que la vida social sin respeto a esas normas se parecería demasiado a la selva y a un mundo de pesadilla. Nunca se les enseñó que la ley protege más que coarta y cobija, más que castiga. Parece que nunca lo supieron.
Y de temas económicos, de los que se oye tanto y se escucha poco, ¿alguien le hizo algunas clases mínimas de economía a quienes toman decisiones que afectan la correcta “administración de hogar”, que es el significado etimológico de la palabra? Cuando se escucha gente que dice, sin pudor ni culpa alguna, que la inflación es un invento o que el alza de las tasas de interés es problema de los ricos, no se puede menos que cuestionar a quienes debieron dar una mínima formación económica a esos ilustres ignorantes. La culpa, entonces, no sería de quien profiere tamañas ingenuidades, sino de quienes debieron enseñarles, dicen algunos.
¿Será tanto así? ¿Será que, en las conductas descritas, no debió ser la familia la primera educadora? Si pasamos más tiempo con nuestros padres que con nuestros profesores, ¿la responsabilidad no debiera ser, al menos, compartida? Tantas reformas educacionales que han desfilado por nuestra vida, tantas técnicas pedagógicas nuevas y tantos recursos tecnológicos empleados ¿no debieran haber contribuido a mejorar el panorama, y no deteriorarlo?
Pero ocurre que la conducta virtuosa, el cuidado de la naturaleza, el respeto a los demás, la obediencia a la ley, debieran comenzar a enseñarse en los hogares de cada uno y no asignar solo a la escuela esa enseñanza. Ante tanto comportamiento disocial, habría que puntualizar que no es la educación la que está en deuda, sino, primeramente, la familia. Los Profesores que leen estas líneas me encontrarán mucha razón cuando señalo que es poco lo que la escuela puede hacer si el hogar no colabora, apoya y refuerza su labor.
Escribo todo esto en los días en que se conmemora a los Profesores, se elogia su importante rol social y se recuerda con cariño a los grandes maestros que formaron generaciones de mujeres y hombres valiosos. Se les echa de menos.