Debe ser aburrido vivir en un país como Suiza, por ejemplo, en que la sociedad no vive los sobresaltos, angustias y carencias que matizan nuestro día a día tan subdesarrollado. ¿Se resfrían por allá? Muy probablemente sí. Pero su sistema de salud es tan eficiente que no vive el problema de que un virus les amenace dejar sin camas de urgencia a los niños. Lo más probable es que aquellas autoridades tangan previsto, con mucha antelación, todo lo necesario para enfrentar alguna emergencia sanitaria. Y, seguramente, quienes toman las decisiones son especialistas altamente experimentados que no cambian al vaivén de las veleidades de la política.
Chile, en cambio, es mucho más de zozobras y ansiedades. Pareciera que nos tomó por sorpresa el aumento de los virus de invierno. Como que las autoridades de salud no sabían que, todos los años, el sistema público se llena con niñitos que requieren de inhalación, las escuelas muestran una notoria merma de asistencia y mucha gente, adultos y niños, deben ser internados en hospitales hacinados. Las explicaciones ante la falta de preparación adecuada han sido muchas. Casi todas inútiles. La dramática muerte de varios niños (van 14, no cuatro como declaró la Ministra) no acepta justificación alguna. Ni siquiera las de la Ministra de Salud que, pragmática ella, señaló que “todos los años fallecen niños por esta causa”.
¿Es nuestra única diferencia con los países de la OCDE, de quienes intentábamos antes parecernos (ya ni siquiera lo intentamos)? ¿Habrá otras diferencias? Claro que hay varias más. Lo más probable es que en Finlandia, Suiza o lugares así de aburridos, no habrían recibido con alegría que la inflación sólo llegue al 2,3% en los primeros cinco meses de este año. Allá tampoco, creo yo, se complican con las estadísticas, sean de economía, de salud o de criminalidad. Sus cifras son siempre tan exactas, que no admiten polémica, interpretación ni ajuste alguno. Nada de esas “estadísticas propias” ni de los errores de cálculo, que hacen más ameno ver noticias y escuchar declaraciones contrapuestas. Si allá un Ministro dice que hubo x cantidad de tal delito, no se debe ir a golpear la puerta de las policías para preguntar por su estadística, ni de la fiscalía, para contrastar sus cifras. Se sabe que todos coincidirán. Sea por el rigor de sus métodos, por la seriedad de su trabajo o la responsabilidad con que ejercen eso que llaman “servicio público”.
Pero en aquellas latitudes demasiado circunspectas y eficientes, la seriedad no se reduce al campo de la política y el servicio público. También a las normas jurídicas, que las hacen con una precisión casi fastidiosa y una sobriedad tal, que llega a ser hasta aburrido. Sus legisladores no presentan una docena de proyectos sobre el mismo tema, no se van de la Sala al momento de votarlas y, cuando se aprueban, esas leyes no requieren de corrección, adición ni enmienda alguna. Acá sí. En estas latitudes meridionales se estila que, apenas aprobada la norma, surja la necesidad de enmendarla, sea porque se omitió tal cosa, sea porque se olvidó tal otra. La reparación y zurcido normativo es costumbre. Tanto, como lo es la creatividad interpretativa, que hasta llega a los Tribunales. Porque las sentencias judiciales dictadas en muchos de aquellos países que sufren del bostezo de la claridad precisa y minuciosa, les convierte en norma general y vinculante. El dictamen judicial se acepta sin chistar ni interpretar. Esos países carecen de la emoción del “si bien es cierto… no es menos cierto…”, ni tienen la palpitación de la incertidumbre frente a la penúltima palabra. Entre nosotros es diferente. Hay más turbación. Pensemos en un fallo cualquiera, por ejemplo, uno que obligue a algunas aseguradoras de salud a reintegrar a sus asegurados ciertos cobros en exceso. En los países aburridos se cumpliría, sin más que hablar. En Chile, país mucho más entretenido, ese mismo fallo daría que hablar por meses. Las entidades condenadas ejercerían, en estrados oficiales y oficiosos, el soberano “ius pateleus”, anunciarían un harakiri colectivo y más. Hasta que uno de los mismos magistrados interpretaría sus propias palabras diciendo ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Mientras sus colegas aclaran, señalando que no hay nada que aclarar.
Entretención, de la buena. Eso es lo que sabemos hacer mejor. Entretener y amenizar la sociedad, para que no se aburra.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho