Eso de tener frío es de acomodados dicen por ahí, porque en la pobreza el frío cala algo más hondo que el simple malestar de las heladas silentes que amargan la postura de la existencia. Ese mismo hielo, sin boscas en las casas, sin scaldasonnos, ni la moda de las sopaipillas cuando llueve -mucho menos pasadas- hace más de un siglo cuando los árboles de las alamedas eran recién del porte de las casas, en Santiago que da una impresión mucho más gélida que las provincias, en ese Chile pre sindicalista diría Gabriel Salazar, deambuló un monstruo literario, deambuló un offsider, un hombre que no calzaría en absoluto con la hegemonía de la imagen y la careta insustancial del arribismo actual. Un poeta, uno más de los y las infinitas poetas de este país que se adviene en letras, un maulino en la capital, naufragante entre los bares sin puerta y los pasajes entre tinieblas, casi como un morbo por el contraste con la vida actual, pero de una poesía elegante y refinada, propia del modernismo de su época tan diferente a la sociedad de hoy y así también a su vida misma. No en balde lo recordamos hoy en la semana de su natalicio para ajusticiar el mito de su persona que lo señalan como un poeta borracho y tenebroso. Pero, como en todo, siempre hay un por qué.
Si la vanguardia nacional nace con el modernismo literario, entonces Pedro Antonio González es el primer vanguardista en Chile. Muy distinto a Rubén Darío que siempre quiso pasar como un europeo, a PAG no le interesaba esa figura, sino que lo local, la raíz, propio de quien nace en Coipué y declara “Sólo sé que en el mundo en que me agito / nadie me entiende ni yo entiendo a nadie” (Poema: Confidencias). Su poco entusiasmo por la vida y desencanto en general no lo harían digno de un post en Instagram, mucho menos un influencer. Su poesía lleva el peso de la vida, angustiosa en hechos, pero que supo llevar en la paz de su docencia y cotidianas cenas con sus cercanos antes de partir tan joven a la edad de 40 años.
Amigo de la bebida, quizás por inclinación de la bohemia, se hizo la fama luego de haberse casado con la hija de su amiga Margarita Sotta, quien le pidió en su lecho de muerte que se desposara con su hija Ema para que no la dejara sola. Ema tenía 14 años y él 32, la jovencita sin padres recibió el consentimiento de su abuela para llevar a cabo un matrimonio que según se sabe nunca se concibió como tal, ni tampoco se celebró en ceremonia religiosa pues Pedro Antonio estaba perturbado por cumplir el designio de Margarita, madre de Ema -que dicen además era amante del vate- pero que a fuerza de cumplir con su responsabilidad asumió la tragedia a costa del vino y la noche. Otras fuentes afirman que él se enamoró de Ema cuando esta fue su alumna en el colegio Isabel Le Brun, así como también que se había enamorado de Melisa, prima de Ema, sobrina de Margarita. El romance con Margarita ha sido menos comprobado, solo sugerido por Alfonso Escudero en la revista Mapocho n°3 de 1963. En cambio, a Ema y Melisa lo delatan el dulzor de su lírica.
“Cada vago arrebol que colora / tus lozanas y frescas mejillas / es un beso de amor de la aurora / donde flotas y cantas y brillas” declaraba a Ema en su poema Natalicio a quien al parecer amó verdaderamente, reflejando su modernismo tanto en versos como en vida, llevando el entusiasmo de su amor al campo platónico de sus ideas, como quien gusta de admirar la rosa sin tener que podarla. A Melisa dedica el poema “El Álbum” que denota la intensidad de un momento, más que luces de un romance, por lo que ya de mujeriego se podría absolver.
Falta espacio para hacer juicio a su persona, al menos diremos que sus alumnas declararon nunca haberlo visto llegar en mal estado a clases, y que siempre correcto, aunque silencioso, se refulgía en su aspecto “la salvaje aridez de la montaña” y que aun cuando derramara “horror, silencio, oscuridad y hielo” era-es capaz de hacer “brillar una lágrima” en los ojos de quienes comparten con abnegado ahínco el desencanto de los días.
Franco Caballero Vásquez