El culto a la personalidad es un fenómeno peligroso y recurrente en la política de todos los tiempos, paisajes y culturas. La Historia nos muestra cómo un líder político, militar o religioso, se convierte en una figura casi divina, venerada y seguida ciegamente por millones de súbditos, más que ciudadanos. Pero el resultado de tal adhesión, siempre, significa una erosión institucional, a la vez que da lugar a abusos de poder y personalismos contrarios a la democracia. Los ejemplos históricos abundan. Recordemos la figura de Stalin en la Unión Soviética, presentado como el “Padre de los Pueblos”, un ser infalible cuya sabiduría y poder eran incuestionables. O pensemos en Mao Zedong en China, glorificado como el gran timonel de una sociedad que mantenía su imagen omnipresente, controlando la vida diaria de los chinos. Y, por cierto, Hitler en la Alemania Nazi, venerado como el salvador de Alemania, un mesías que llevaría a aquella nación a la grandeza que sentían merecida.
Un régimen que exalta la figura de su líder a los niveles señalados, casi siempre hace uso de variados mecanismos para lograrlo: Manipula la información, de tal manera que esta, siempre, favorezca al líder; Fustiga, persigue y hasta destruye cualquier oposición o disidencia, generando miedo, más que adhesión sincera; Reinterpreta o reescribe la Historia próxima o remota, enalteciendo la visión del líder, a la vez que omitiendo fracasos y culpando a otros de eventuales yerros; Usa símbolos, lemas y rituales para reforzar la grandeza del líder y señalar el destino luminoso hacia el que se dirige la sociedad bajo su mando.
Pero, también, un régimen que practica lo descrito genera consecuencias sociales y políticas profundas: La mencionada erosión institucional, que se expresa en la concentración del poder sólo en el líder, el quiebre de mecanismos de control y de equilibrio, consustanciales al estado de derecho, desaparecen o son manipulados en favor de quien detenta el poder; La sociedad se polariza entre los fervientes seguidores del líder, por un lado y quienes se atreven a criticarlo, por el otro. La agudización de esta pugna puede derivar en conflictos internos y hasta guerras civiles; Las decisiones económicas se apartan de criterios técnicos y las políticas sociales buscan el clientelismo más que el bienestar social, generando estancamiento social y económico.
Todo lo anterior no es, como podría pensarse, una cosa del pasado. Hoy se observa preocupantes señales del mismo fenómeno, adaptadas a los nuevos tiempos que vivimos. Pareciera que la democracia no es suficiente barrera para la aparición de modernos ídolos que aspiran a la consagración de su culto. Numerosos líderes, carismáticos, por cierto, pueden hoy aprovecharse del descontento y a veces de la desesperación de los gobernados, para promover su imagen y concentrar poder mediante una vehemente retórica antisistema, simplificando la realidad de manera maniquea y presentándose como el único salvador. La prensa libre es, frecuentemente, blanco predilecto de estos aspirantes a mesías, la que intentan desacreditar con la finalidad de imponer su sola versión de la realidad. Los tribunales de justicia son otro, porque la destrucción institucional culmina minando las bases del sistema de justicia, favoreciendo una particular visión de lo que es justo y lo que no lo es, coincidente con la opinión del que gobierna.
La idolatría política y el culto a la personalidad es un fenómeno que puede tener consecuencias devastadoras para cualquier nación. Identificar, oponerse y resistir las señales de alerta es crucial para proteger la democracia y las libertades individuales. La participación ciudadana, la prensa libre y la separación de poderes son fundamentales para prevenir la concentración de poder en manos de un solo líder. El reto para las sociedades contemporáneas es reconocer estos peligros a tiempo y actuar para salvaguardar los valores democráticos. La Historia nos ha enseñado que el culto a la personalidad no solo distorsiona la realidad, sino que también conduce a la tiranía y el sufrimiento. Lo observado en Venezuela, y más lejos en Rusia, no debiera dejar indiferente a un mundo que sueña con regímenes políticos más respetuosos de la libertad y los derechos democráticos.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho