La polarización de las sociedades con sistemas democráticos es un fenómeno casi connatural al devenir político. La Historia ofrece múltiples ejemplos desde el siglo XIX hasta hoy, en los más variados escenarios geográficos y culturales. En Europa la polarización que hoy observamos parece haber superado ya el antiguo eje derecha-izquierda, reemplazándolo con cuestiones como la inmigración, los subsidios sociales o las fuentes de energía. En estados Unidos, por otra parte, la histórica relación “de caballeros” entre sus dos fuerzas políticas principales, demócratas y republicanos, pareciera acercarse cada vez más a una polarización entre progresismo vs. conservadurismo y los temas que condicionan este clivaje son más bien éticos (aborto, matrimonio homosexual, pena de muerte, posesión de armas entre civiles, etc).
El panorama latinoamericano de los últimos años, y los próximos, no es diferente a lo que ocurre en el mundo desarrollado. Se observa en Brasil, por ejemplo, cuando la ajustada victoria de Luiz Inácio Lula da Silva sobre Jair Bolsonaro permitió ver que en esa sociedad las posturas políticas tienden crecientemente a la polarización y la confrontación. En otros casos, lo que algunos aplauden como la victoria de fuerzas políticas de izquierda o de orientación progresista, es percibido por otros como un avance del populismo electoral y tendencias autócratas. Perú, Colombia y Ecuador son ejemplo de lo dicho.
En otros países latinoamericanos, aun cuando sus resultados electorales no muestran una polarización tan extrema, sí se observa ciertos elementos que podrían, de agudizarse, derivar en el mismo fenómeno polarizador. Así ocurre, por ejemplo, en Argentina, donde las condenas por corrupción de la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner dividen la sociedad trasandina. O en Perú, donde un candidato marginal sorprendentemente se convirtió en un Mandatario débil, inexperto y de escaso apoyo partidario, que finalmente cayó víctima de esa inexperiencia y de una “fronda” política transversal. En ambos casos hay un riesgo de reversión de la democracia, sea cuando se desacredita la administración de justicia, sea cuando se confunden los objetivos de avance social, con reformas que debilitan el sistema político. La desigualdad y el empobrecimiento de las clases medias generan tensiones sociales y reducen el centro político, lo cual acentúa la polarización. Y los flujos migratorios, una válvula de escape para algunos países, se convierten en una semilla que poco a poco nutre el populismo nacionalista.
En los últimos años, la democracia latinoamericana muestra un debilitamiento del centro político como campo ideológico, evidenciado en el paso a segunda vuelta de candidatos que representan a los extremos ideológicos. La combinación de narrativas mesiánicas y refundacionales (¿se acuerdan de la Convención?) infunden en los votantes la esperanza de ver soluciones sencillas para problemas antiguos, la capacidad para encarnar novedades y certezas de un cambio esperado, y el desprestigio absoluto de élites políticas consumidas por problemas de ineficiencia, corrupción y desgaste político y moral, fortalecen las posibilidades electorales de esos políticos marginales. Este fenómeno, bastante conocido por nosotros, suele ir acompañado de una hiperfragmentación política que permite que candidatos marginales llamen la atención con sus propuestas radicales y pasen a competir en la segunda vuelta. Así, la política se interpreta en clave conflictiva permanente, y quienes apelan al populismo corroen las bases institucionales y organizacionales de la representación. Líderes de tintes mesiánicos, personalistas y tendencias autoritarias privilegian las relaciones directas con sus seguidores, calificando los procesos electorales e institucionales como demasiado “tradicionales”.
Finalmente, los presidentes latinoamericanos tienen cada vez más dificultades para mantener su popularidad, lo que reduce su capacidad para gobernar y poner en práctica programas transformadores. De este modo, candidatos atractivos se convierten en presidentes débiles que renuevan la frustración política del electorado y amenazan con reforzar una suerte de círculo vicioso, también conocido por nosotros.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho