No lo vi venir. El guatón Campiño tenía fama de pesado. Gozaba como chancho en el barro poniéndole sobrenombres a todo el curso. A mí me puso Juanito hojas. Lo de hojas fue por mi afición de andar escribiendo poemas en libretas de páginas colorinches que me regalaba la Carmen. Lo de Juanito nunca lo entendí. Y la única vez que le pregunte, me respondió con un puñete que me mandó al suelo justo a los pies de Simona.
La mitad de mis compañeros se largó a reír y la otra miró al guatón con asombro. Porque el guatón podía ser un plomo, pero no era un matón. Jamás lo vimos golpear a nadie. Pero ese día no se burló del chuleta Avendaño, tampoco le escondió el borrador al cegatón Cornejo, ni le quitó la colación al manjarate Villar. Parecía otro guatón Campiño. Por eso me atreví a preguntarle, con una sonrisa que intentaba esconder mi nerviosismo, por qué lo de Juanito. Y la verdad, no lo vi venir. No me dolió tanto el golpe como la sonrisa de Simona.
Desde ese día todas mis energías se concentraron en vengarme del guatón. No era fácil. Temía que volviera a pegarme. Y no tenía cómo ganarle. Yo era un enclenque de metro y medio y él una muralla sin estuco. Estuve todo el cuarto medio maquinando un plan maestro. Pensé en una fiesta sorpresa, bien sorpresa, en una nota anónima en el pizarrón, en una emboscada con la Carmen de carnada. Terminó el año y me ganó la cobardía. No volví a ver al guatón Campiño hasta diez años después en Santiago.
Yo seguía los entrenamientos de Palestino y escribía notas que mi editor censuraba irremediablemente a las nueve de la noche. Con la excusa de pasar el mal rato y brindar por el viejo manos de tijera, todos los viernes me iba a Bellavista. Me costó reconocerlo. El guatón ya no era guatón. De hecho, fue él quien me reconoció. Hola Juanito hojas, me dijo mientras me palmoteaba la espalda.
Fue una noche rara. Nos acordamos de todos los compañeros, nos reímos como hace rato no me reía. No en mala, sin descalificaciones, simplemente como dos buenos ex compañeros de curso. Ni siquiera le pude echar la culpa a las cervezas. De verdad Campiño había cambiado, física y espiritualmente. Jamás mencionó el puñete. Ya de madrugada, un poco tambaleante, me acerqué para despedirme con un abrazo. Pero justo antes de hacerlo, en vez del gesto fraterno, le di el puñetazo que estaba preparando desde que se acercó a saludarme. No lo vio venir, seguro. Chuta Juanito, me dijo, pensé que lo habías olvidado. La venganza no se olvida, le respondí, apenas se disfraza cínicamente o, peor, se pudre en algún rincón que siempre termina por iluminarse.
Después, en vez de despedirnos, seguimos chupando. Después, no lo volví a ver. Hasta que los recuerdos volvieron por culpa del huaso.