Siempre luce más refinado, docto y elegante emplear un latinismo cuando se quiere escribir algo que es más bien popular que académico. Es el caso de hoy, cuando, a propósito de nuestro devenir político y electoral, no puedo dejar de recordar un proverbio que escuché tantas veces a mi abuelo, con el cual justificaba ciertas malas conductas, atribuyendo la culpabilidad a quienes las permiten, más que a aquellos que las cometen. Si se enredó, se lo digo más claro: “La culpa no es del chancho” dice el refrán, sino “del que le da el afrecho”.
Si en los últimos años los partidos y los políticos profesionales tienen uno de los niveles de rechazo ciudadano más elevados, las instituciones políticas están aún peor evaluadas. Los tres Poderes del Estado suman, de acuerdo a múltiples estudios, una evaluación tan negativa como nunca se había alcanzado en nuestra historia republicana. El Presidente de la República y el Congreso “gozan” de un desprestigio récord, superior incluso al que ostentaron en alguno de los capítulos más oscuros del siglo XX. Es frecuente escuchar que, según muchos, tenemos los peores representantes que la democracia nos ha podido dar. Pero, independientemente de nuestro acuerdo o discrepancia respecto de esa pésima evaluación, hay otro elemento que debemos considerar: se trata de personas a quienes elegimos. Nuestro sistema democrático, para bien o para mal, funciona. Y, en virtud de este, tenemos las autoridades que elegimos, mediante nuestro voto libre, secreto e informado. Entonces, ¿de quién es la culpa? ¿Del elegido o de quien lo eligió?
Tantas veces se ha repetido, y no por ello deja de tener razón, aquella frase que define la democracia como “el menos malo” de los sistemas. Y, traducida libremente, la habría dicho Churchill, el más grande político británico del siglo XX, cuya grandeza no le obstó perder su última elección y enfrentar hoy acusaciones de racismo. Por eso, me pregunto: ¿somos buenos electores los chilenos? En ese momento solitario en que estamos frente al voto, lápiz en mano, ¿elegimos bien? Las preferencias que marcamos ¿responden verdaderamente a una reflexión profunda, a una evaluación cabal y a un análisis minucioso? ¿No será, más bien, que la mayoría de nosotros, puestos a elegir, nos dejamos influir por las luces de artificio electorales, los ritmos de la música y la belleza de las imágenes con que los múltiples candidatos buscan nuestro voto? ¿No será que la pésima calidad de los políticos, la conducta poco ética, los criterios mezquinos y hasta el payaseo vergonzosos de uno, son los riesgos que asumimos con la democracia?
Seamos sinceros: ¿cuántos de nosotros han leído los programas de gobierno, completos? Rebajo la meta: ¿cuántos han leído el resumen del programa, la minuta, los párrafos destacados? Y, a la inversa, ¿cuántos de nosotros se enteran de lo que pretenden los candidatos, nada más que con los spots publicitarios, los jingles pegajosos o los volantes en papel couché? Sigamos con la franqueza: ¿cuántos han revisado el currículo de los candidatos? ¿Sabe Ud. los estudios, títulos y grados de los candidatos? ¿Conoce en qué han trabajado (si es que lo han hecho), que logros han obtenido y que yerros han cometido en su larga o breve vida pública? ¿Coincide Ud. con las iniciativas que han impulsado? ¿Discrepa de algunas, muchas o pocas, de las actuaciones de los candidatos? Y, sigamos con la sinceridad, hasta que duela: ¿cuántos de nosotros votan más “en contra de”, que “a favor de”? ¿Cuántos serán parte de aquellos que votarán por el “menos malo” de los que buscan nuestra preferencia?
Si estamos en alguno de los casos señalados más arriba, si somos de los que ignoran el programa, se inclinan por el que pone la imagen más emotiva o la música más pegajosa, si no conocemos datos de la trayectoria académica, profesional o política, ni sabemos de las iniciativas impulsadas o los proyectos promovidos por cada uno de los candidatos y el próximo domingo marcaremos una opción así de irresponsablemente, no nos quejemos después. En democracia se tiene las autoridades que la ciudadanía elige y no se saca nada, después, con ofrecer disculpas, asumir el error o repudiar al elegido. Recordemos que nuestro voto es el que alimenta las urnas y a los que salen electos de allí. “Porcinus non culpabilis…”.