Si el Lector es de esas infrecuentes personas que ha seguido con fiel paciencia estas Columnas, ha de recordar que hace algunos años me refería yo a los “tiempos revueltos”, aludiendo a esos períodos de la Historia en que pareciera que todo es inestable y movedizo. Se trata de esas etapas de muchos cambios, sustanciales, que insuflan esperanzas a algunos, pero a la vez inquietan a otros. La vida es cambio, decía alguien. La vida es movimiento. No obstante, cuando esos ajetreos se concentran en lapsos breves, nos inquietan y perturban mucho más. Y el Lector, sin duda alguna, habrá percibido que estos últimos 5 años hemos tenido tal densidad de cambios, que hasta el más mesurado se aflige. Desde las tormentosas movilizaciones sociales, pasando por los fracasados procesos constituyentes y arribando a las vibraciones del celular de Hermosilla, los cambios y las inquietudes no han parado.
Cuando los procesos de cambio social tienen un horizonte más o menos previsible, cuando la sociedad sabe con mediana certeza cuál es la dirección del cambio, la inquietud que estas mudanzas provocan tienden a moderarse. Si sabemos cuál ha de ser la estación a la que arribaremos, el trayecto no será muy angustioso. El problema, ya lo habrá descifrado el Lector, es que algunas veces no está clara la dirección de los cambios. Peor aún, a veces ni siquiera hay certeza de la magnitud ni de la profundidad de estas reformas. Y esa es, precisamente, la situación en que hemos deambulado estos últimos años.
Hace 5 años, casi exactos, comenzamos esta suerte de vórtice transformador. A los sobresaltos de la efervescencia social de octubre de 2019, esas semanas en que se mezclaron, sin pauta clara, las legítimas demandas ciudadanas (el desencanto de la “trampa de los ingresos medios” a que me refería la semana pasada) con el oportunismo anarquista y el aprovechamiento delictual, siguió la angustiada, temerosa y errada respuesta del establishment político: había que cambiar la institucionalidad. Y en eso estuvimos, con el alma en vilo, durante más de 4 años. Ese cuatrienio tumultuoso, todavía fresco en la memoria, nos hizo oscilar más que muchos de nuestros terremotos. Pasamos del querer refundar Chile, “hay que cambiarlo todo” decían, a negarse con igual fervor reaccionario a cualquier cambio institucional. Al final, los ímpetus transformadores fueron tantos, que el cambio dibujó un giro de 360° y nos dejó donde partimos. Pero la inquietud no cesó. Más bien cambió de foco y adoptó la fea cara de la corrupción.
¿Se acuerda el Lector de los Convenios y las subvenciones? Pareciera que la proverbial mala memoria nacional se conjugó con variados voladores de luces que lograron disipar, mágicamente, la justa indignación por aquellas desvergüenzas montadas en fundaciones. Y de aquellos casos nunca más se supo, a excepción de unas compras de lencería que sirvieron para cebar el morbo, adormecer la crítica y calmar la inquietud. Por unos meses. Porque luego llegó Hermosilla y su IPhone 14. ¿Conoce Ud. algún celular con mayor capacidad de almacenamiento que este? No me refiero a los gigas ni a los teras de su memoria. Hablo de la prodigiosa capacidad que encerraba el mentado aparato, cuyo contenido destituye jueces supremos, zamarrea a antiguos coroneles de derecha, deja a la intemperie a numerosos fiscales y mantiene en un silencio sugestivo a connotados prohombre (y mujeres) de la política. Todo, salido de las entrañas de un aparato más pequeño que la caja que tenía Pandora. Hoy se habla, con convicción digna de mejores empeños, de la conveniencia de rehacer la estructura de la justicia. Nombramiento de jueces, controles y vigilancias de los mismos, garantías de pureza y utopías semejantes. Antes, hace un par de años, se hablaba de rehacer el esquema institucional de las policías y demás cuerpos armados, acordonando su rol frente a la ciudadanía. También hace poco se impulsaba la idea de achicar el Congreso, cuyos numerosos integrantes se entorpecen, aparecen y se pierden con frecuencia.
Se propone, más bien se advierte y amenaza, efectuar numerosos cambios que, al final, quedan en nada o poco menos. Es que, en el Chile de estos últimos años, pareciera que evoluciones, revoluciones y vaivenes, excepto el zarandeo y la inquietud, dejan todo más o menos como estaba. Por eso, más que el frenesí de las sacudidas intempestivas de estos tiempos revueltos, somos muchos los añoramos los tiempos calmos. Y que vuelvan los lentos.
Juan Carlos Pérez de La Maza
Licenciado en Historia
Egresado de Derecho