Las diversas Comisiones que integran la Convención Constitucional han desarrollado, por estos días, un proceso que habría que calificar como rápido y furioso. Esta premura, por cierto justificada en la escasez de tiempo disponible (lo cual comenté hace dos semanas) ha sido especialmente observable en la Comisión de Sistema Político. Esta Comisión ha caído en un frenesí de discusiones, votaciones y aprobaciones en general, el que provoca en los observadores atentos al proceso una sensación parecida al vértigo de la extrema velocidad.
Así, por ejemplo, se ha aprobado la eliminación del Senado, cámara “expresiva de una política y una democracia elitista y excluyente”, como señaló la impulsora del unicameralismo, Alondra Castillo. De acuerdo con lo aprobado en la Comisión, nuestro Congreso futuro tendría una sola Cámara, de 205 integrantes, elegidos por períodos de 4 años, considerándose diversos criterios de integración, como paridad de género, diversidades sexuales y escaños reservados para pueblos originarios. Queda pendiente, sin embargo, resolver la situación de los Senadores en actual ejercicio y los recientemente electos, de ser aprobada esta norma por la Convención y luego por la ciudadanía en el Plebiscito de salida.
Por otra parte, en esta furia transformadora la misma Comisión aprobó conservar el régimen presidencial, pero con cambios sustantivos. Así, por ejemplo, se mantiene la figura del Presidente de la República titular de las funciones de Jefe de Estado y de Gobierno, pero se crea otra, la de Vicepresidente de la República. Este nuevo cargo, sólo existente en nuestra larga y variada evolución constitucional en la Carta de 1828, contempla la elección de un Vicepresidente, con criterio paritario, por lo que podríamos tener un Presidente y una Vicepresidenta (o al revés) ha sido polémico. Aquí queda aún por definir muchos aspectos sustanciales, como la forma de elección de los cargos citados, dado que, si se hicieran por separado y no en dupla, podría generarse el fenómeno de “cohabitación”, políticamente muy complejo. No debe olvidarse que, en 1829, fue precisamente la elección del Vicepresidente la que desató la Guerra Civil que asoló al país por dos años. Además, el que se contemple la reelección inmediata del Presidente, eliminada de nuestro sistema institucional en 1871, podría generar comentarios de oportunismo político muy embarazosos para el próximo Mandatario. Y en relación al sistema electoral, la Comisión también aprobó la norma que confiere derecho a voto desde los 16 años (como hicieron los Kirchner en Argentina) y establece el estricto sistema de inscripción automática, con voto obligatorio (desde los 18 años), lo que colisiona con la autonomía de la voluntad, que tanto gusta a la mayoría de la Convención.
Pero una de las propuestas aprobadas más controvertible es la que dice relación con la plurinacionalidad que se atribuye al Estado chileno y a todos los órganos e instituciones que lo integran. Esta característica, derivada del reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, busca establecer que los pueblos y naciones indígenas preexistentes al Estado de Chile, y sus miembros, “en virtud de su libre determinación, tienen derecho al pleno ejercicio de sus derechos colectivos e individuales”, agregándose que, además, tienen derecho a su propia cultura, a su identidad y cosmovisión propia, al patrimonio, la lengua, al reconocimiento de sus tierras, a la autonomía y al autogobierno. Un somero análisis de esta norma aprobada durante la semana por la Comisión permite concluir que los denominados “pueblos originarios” podrían no sólo tener derecho a practicar su lengua y proteger su cultura. También lo tendrían a su autodeterminación política, vale decir su propio gobierno e institucionalidad jurídica.
Esta vorágine refundacional que pareciera embargar a la mayoría de los miembros de la Convención, salvo excepciones contadas, reflexivas e ilustradas, valida los temores más sentidos por amplios sectores de la ciudadanía. Chile no necesita un vuelco absoluto de toda su estructura institucional. Los hechos acaecidos a fines de 2019 permitieron hacer palpable la disconformidad social con algunos aspectos de aquella estructura y determinadas situaciones de inequidad e injusticia. Pero, interpretar aquello como un anhelo revolucionario que cambie por completo instituciones profundamente arraigadas en la sociedad, parece un exceso. Las manifestaciones pacíficas, que las hubo en 2019, expresaban disconformidad con el sistema previsional, repudio generalizado a conductas de corrupción, hacían visibles graves carencias socioeconómicas y clamaban remediar profundas arbitrariedades y discriminaciones, no pueden ser el fundamento en el que se sustenten las intenciones refundacionales de quienes tienen la responsabilidad histórica de generar una Carta Magna que sea la expresión de los anhelos de moderación, prudencia y concordia social de la inmensa mayoría de los chilenos.
La premura vertiginosa, el resentimiento furioso o el torbellino revolucionario, nunca han permitido dar la paz, cohesión y prosperidad que la sociedad chilena anhela y merece. La Convención debiera trabajar “Sine ira et studio” y dejar la rapidez y la furia para las películas.