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SIN PALABRAS por Juan Carlos Pérez de la Maza

Hace tiempo que no escribo acerca de uno de los libros más angustiantes que se puede leer: me refiero a la novela distópica “1984”, de George Orwell. Por si Ud. no lo ha leído, un evidente pecado de juventud, le recomiendo hacerlo y redimirse. Si lo hace, encontrará, por ejemplo, descrita una sociedad cuya estructura estatal descansa en 4 Ministerios: El Ministerio de la Verdad, cuyo cometido es la información, la educación y el arte; el Ministerio de la Paz, que se ocupa de todos los asuntos de la guerra; el Ministerio del Amor, que es el encargado de mantener la ley y asegurar el orden público; y el Ministerio de la Abundancia, al que corresponden los asuntos económicos y productivos. Cada entidad, Ud. ya lo ha captado, realiza casi el perfecto antónimo de lo que predica su nombre, puesto que la cartera de la Paz, por ejemplo, sostiene todo el esfuerzo bélico por años. Y la de la Abundancia, reglamenta la exigua distribución de la producción y dirige el racionamiento. La cartera del Amor, por otra parte, hace cualquier cosa, menos prodigar amor y buenos sentimientos a la gente. El Ministerio de la Verdad, por último, se encarga de trastocar la información, interpretar oficialmente el arte y, lo que hoy nos interesa, pervierte la educación y en particular el lenguaje, para convertirlos en vehículos de adoctrinamiento y “adecuación” social.

En la sociedad que Orwell nos describe se practica y promueve con especial insistencia la “neolengua” o el “nuevodecir”, (según sea la traducción) una suerte de nuevo lenguaje que permite encuadrar, reducir y dirigir el pensamiento de la gente, con evidente propósito político.

Orwell decía que la manera favorita en que las ideologías totalitarias se extienden y apropian de una sociedad, casi de modo imperceptible y sin provocar oposición, es pervirtiendo el lenguaje. La conformación y el empleo que los totalitarismos hacen del lenguaje influye en el pensamiento propio, en nuestra forma de razonar y en las opiniones que nos formamos. Si nos reducen el espectro del léxico y dejan a disposición de las personas un grupo reducido de conceptos, nos estrechan la libertad de pensar. Y si, a la vez, “colonizan” el lenguaje y lo pueblan de eufemismos, orientan de manera progresiva y sutil el pensamiento, hacia el derrotero que la ideología imperante quiere llevarlo. Por ejemplo, si nos repiten, hasta el fastidio, eso de “todas, todos y todes”, no titubeando siquiera en la estupidez de hablar de “las y los” medicamentos o “los y las” escuelas, llegará un momento en que esa majadería se hará costumbre. Y ya será tarde.

Alex Grijelmo, escritor y periodista español, en su libro “La seducción de las palabras” señala que éstas “se arraigan en la inteligencia, crecen con ella y son la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo”. De ser así, que lo es, todo lo que ocurre en nuestro lenguaje estará vulnerando, alterando, nuestra herencia cultural. Además, dice el autor, las palabras “viven en los sentimientos, en el alma y en la memoria, son embriones de ideas, germen del pensamiento y estructura de las razones”. ¿Qué sería de nosotros si, por obra y gracia de esta perversión del lenguaje que sufrimos, paulatinamente perdiéramos los embriones de los que nacen las ideas, si ya no dispusiéramos de las estructuras en que sustentar argumentos y razones? ¿Con qué construiríamos nuestro pensamiento crítico si llegáramos a carecer de palabras con las cuales formularlo? Mediante la deliberada saturación del lenguaje con lugares comunes, insultos, groserías, opiniones en vez de argumentos, palabras desprovistas de su significado original, falacias sobre la historia o sus protagonistas, cancelación del uso de ciertas palabras o ideas, promoción del lenguaje políticamente correcto y, finalmente, dividir la sociedad entre víctimas y victimarios, buenos y malos, se sienta las bases de una sociedad totalitaria.

En Chile, cada vez más se escucha hablar en una suerte de “neolengua” y usar variados eufemismos que hacen echar en falta la claridad incuestionable de algunos términos. A la vez, se mira con desdén o con sospecha a quienes insisten en usar el idioma según sus reglas. Nuestro país, en este plano fundamental, enfrenta el peligro cierto de caer, imperceptiblemente, en un totalitarismo que no requiere de usar la fuerza para controlar la sociedad, cuyos integrantes quedarían desprovistos de las herramientas necesarias para criticar o disentir: las palabras, embriones de ideas y estructura de argumentos y razones.

Juan Carlos Pérez de La Maza

Licenciado en Historia

Egresado de Derecho

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