Mi carrera delictiva comenzó a los seis años cuando le saqué el lápiz a una compañera en primero básico. Era uno de cera amarillo que necesitaba para pintar un ratón que había dibujado en la pared de mi pieza. Un ratón gigante, tanto que mi mamá la primera vez que lo vio pensó que lo había hecho mi hermano mayor. No, mamá, le aclaré, fui yo, yo lo dibujé. No alcancé a pintarlo de amarillo. Me condenaron a un fin de semana tratando de limpiar la pared. Después le devolví el lápiz a la Josefa y ella me acusó a la profesora Francisca. Un nuevo juicio y una nueva condena, esta vez a escribir una página con la frase «no volveré a sacarle lápices a mis compañeros».
El segundo atraco tardó en llegar. Pasaron cinco años antes de descubrir un agujero en una pared que separaba la cancha de baby fútbol del barrio de una verdulería. Después de la pichanga, ya de noche, nos comíamos las frutas que alcanzábamos a sacar gracias a las manos pequeñas del chico Muñoz. Hasta que, seguramente alertados los dueños por la extraña desaparición de manzanas y duraznos, nos cambiaron la fruta por verduras. Y, por supuesto, nadie pensó en comerse una lechuga al terminar el partido. No hubo condena alguna.
Tenía quince años cuando me encontré una luca en la micro. No sé si eso cuenta como robo. Debí entregarla al chófer o, por último, dársela a mi mamá. Pero no, no hice ni dije nada. La guardé sigilosamente en el bolsillo y me bajé de la micro pensando que me alcanzaba para tomarme una coca cola en el recreo.
Todo marchaba de maravillas. Hasta que una noche, después de un carrete universitario, camino a la pensión en la Avenida Matta, aunque decir pensión es mucho, dos tipos me piden un cigarro. Intuí de inmediato sus intenciones y les pase la cajetilla. Alcancé a dar unos pasos y antes de llegar a la esquina siento una patada en la espalda que me tira al suelo. Me dan unos cuantos puñetes y el más chico saca un cuchillo y me amenaza, mientras el otro, a tirones, me quita la billetera, las zapatillas y la chaqueta de cuero que me había regalado mi madre antes de viajar a Santiago.
López, en su estilo, me dijo que usara la anécdota para escribir una noticia.
Nunca más volví a robar lápices amarillos y siempre que encuentro algo lo devuelvo o lo dejo donde lo encontré.
Los tiempos han cambiado.