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TRADICIÓN RACISTA Y ANTROPOLOGÍADEL DESPRECIO por Javier Agüero

Chile es un país racista. Lo ha sido siempre.

Apuntamos desde un inicio que cuando hablamos de racismo hacemos referencia a una categoría mayor que engloba a otras que le son constitutivas: xenofobia, aporofobia, etnofobia, homofobia, en fin; todos los rostros que puede tomar la violencia contra lo alter-nativo y que desacatan cualquier defensa a favor de los derechos humanos, las diferencias, las singularidades, las disidencias. En definitiva, toda protección de la alteridad que se figura y configura más allá de los autoinoculados patrones identitarios.

Y decimos que siempre hemos sido un país racista porque, independiente del momento histórico, nunca hemos dejado de desplazarnos sobre una plataforma contagiosa que requiere de manera imperativa identificar a algún otro sobre el cual depositar las fobias y traumas de un país enclaustrado en su ego, intoxicado de farsas respecto de sí mismo.

Desde los pueblos originarios que fueron objeto de la furia colonizadora desde el siglo XVI que implicó, entre otras prácticas deshumanizantes, la esclavitud, la violación en masa y el mestizaje, pasando por el horroroso genocidio selknam en Tierra del fuego perpetrado por colonos europeos, argentinos y chilenos –rara vez identificado como una de las tragedias más vergonzosas de nuestra historia– hasta el racismo desatado en las últimas décadas de cara a la migración peruana, boliviana, haitiana, colombiana, dominicana y venezolana.

No profundizaremos en los textos biologicistas y supremacistas como Raza chilena (1904) del nacionalista Nicolás Palacios, o el trabajo del reconocido historiador y ensayista Francisco Encina, quien a lo largo de su obra da cuenta de su desprecio manifiesto por el pueblo mapuche. Los ejemplos pueden ser muchos.

La pregunta es por qué hemos sido tan sistemáticos en sostener esta tradición en nombre de una antropología patriotera y excluyente.

En este sentido, se piensa que en Chile el racismo es un proceso; proceso que se organiza en torno a la identificación persistente, al tiempo que incisiva, de un grupo humano al cual es necesario perforar con estigmas devenidos de nuestra supuesta superioridad. Entonces algo así como la “identidad chilena” se reafirma y confirma distribuyendo categorías, promoviendo cancelaciones, lenguajes degradantes y vertebrando en esta línea un relato en donde el vivir bajo amenaza de la turba excéntrica y con acento “raro” es la norma.

Lo que resulta peligroso en esta, digamos, pulsión a la superioridad, es que es resignificativa y articula una antropología. Sin el abyecto, rugoso y larvado estigma hacia ese afuera amenazante parece imposible alguna comprensión del nosotros chileno. Es necesario, imperativo activar el radar que nos permita dar con aquel otro al cual rotular y, desde ahí, comenzar el proceso de significación y reafirmación del yo, en este caso de una suerte de “yo antropo/social”.

Por cierto, que todo esto en un contexto mundial en donde el racismo en su variante cultural a toda escala parece venir instalándose progresivamente como una nueva fase del orden global. Si bien el racismo y la xenofobia alcanzan al día de hoy su cristalización en la figura del “terrorista” islámico, no es menos importante precisar que ese odio, como se ha dicho, es dinámico, local y no solo planetario, tendiendo siempre a generar perímetros específicos y actualizados para desplegar la maquinaria que se ha construido desde el miedo a lo externo y entonces racializarlo.

No hay necesidad de globalizar el miedo para encontrar una explicación a lo que, a escala local, se reproduce como una necesidad intrínseca de la vida social, esto es, siempre identificar lo “diferente” (el afuera) para auto validar lo “idéntico” (el adentro). (ver M.E. Tijoux, “El Otro inmigrante “negro”, 2014).

Este es el caso que enfrenta la sociedad chilena hoy. Si bien no hablamos necesariamente de terroristas islámicos ni de amenazas a occidente, sí lo hacemos de migrantes y de peligros tales como: “ladrones haitianos”, “prostitutas colombianas”, “narcotraficantes bolivianos”, “mano de obra barata peruana”, y, por supuesto, el crimen organizado proveniente Venezuela en el que participarían todas y todos los que son de ese país.

No hay duda que en Chile ha ingresado una forma de delito que no era común, muy poco extendido y desconocido. Hablamos del sicariato, del secuestro, el tráfico de migrantes, etc.; de la mega organización criminal transnacional. Puntualmente nos referimos al “Tren de Aragua” que ha operado en Sudamérica controlando un no menor número de cárceles y que ha dejado a su paso desastre, dolor y muerte.

Sin embargo y aunque esta realidad es tal, lo que ocurre es que este tipo de organizaciones criminales sirven de pretexto para extender el manto del estigma hacia cualquier venezolano/a y activar entonces el patrón racial/racista que pervive, que siempre está latente y que modula esta suerte de antropología del desprecio que nos caracteriza.

Pareciera que ya no hay venezolano/a en el que se pueda confiar y los chistes y los lapsus, los memes y las campañas en las redes sociales han tendido a normalizarse, permitiendo que se intensifique la vulgata requerida para que el magma racista, una vez más, se desparrame en esta larga y ancha faja de “superiores”.

El peligro es enorme y no sé si es posible de detener a esta altura en la que ya operó, como dice Marc Crépon, “la sedimentación de lo inaceptable” (La cultura del miedo II, 2010). Los discursos xenófobos abundan y no parecen escandalizar a nadie; la santería supremacista ya fijó en el/la venezolano/a su objeto de odio transformándolo en culpable de todas las miserias del mundo e identificándolo/a como el vaciadero de todo nuestro tradicional rencor racista.

Queda decir, observar, denunciar y resistir tanto como se pueda generando alarma y peleando a la contra porque este país, es claro, se prepara para un nuevo nocturno.

Dr. Javier Agüero Águila

Académico de la Facultad de Ciencias Religiosas y Filosóficas

Universidad Católica del Maule

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